lunes, 24 de septiembre de 2007

Dim sum de rabo de toro

Pocas cosas han cambiado en los últimos lustros en el paseo que hay desde el metro de Sevilla, hasta el de Plaza de España por la Gran Vía madrileña. Una estampa de limpiabotas, prostitutas, teatros y cafeterías con decoración a lo años 60, que se mantiene inalterable. Mientras bajo en un continuo zigzag para evitar al gentío, el sol mañanero me da en la cara (ya desteñida del moreno veraniego), y me hincho a recoger panfletillos de publicidad de los chavales que se malganan la vida como repartidores. Alguna papelera podrán adornar, digo yo.

En los bajos de la Plaza de España –sorprendentemente limpios para la media de los subterráneos madrileños- se puede encontrar uno de los supermercados de comida oriental más completos que haya en la ciudad. Rodeado de bares, agencias de viajes y restaurantes, todos ellos gestionados por personal oriental, uno se siente extranjero en este pasillo de treinta metros. Bien claro le queda al inmigrante gastronómico, que en este subterráneo, el lenguaje común es el euro.

El súper está repleto de todo tipo de ingredientes para los amantes de la comida oriental. Los dependientes economizan en palabras y a mi requerimiento de dónde podía encontrar pasta wan-ton, un señor me señala un congelador y dice sólo dos palabras: “frito”, “cocido”. Sorpresa, sorpresa, hay wan-ton de dos clases. La señora de la caja se ahorra todo tipo de sonido señalándome el precio de mi compra; entre nosotros no hacen falta palabras, sólo monedas.

El rabo de vaca

Están de moda los dim-sum, versión oriental de los raviolis, que se basa en una mezcla de harinas de trigo y tapioca (según pone en la caja) y que le permite a un aprendiz como yo, reutilizar lo que le sobró del guiso de rabo de toro del día anterior. El rabo de toro (más bien de vaca) no tiene gran secreto, tras limpiar bien los trozos de los excesos de grasa, se doran en una cazuela y se reservan. En el mismo recipiente se sofríe durante veinte minutos y a fuego bajo, una cebolla y media cortada groseramente, cuatro dientes de ajo, unas bolitas de pimienta negra, dos clavos de olor y una zanahoria cortada en rodajas no demasiado grandes. Los jugos de las verduras desglasarán el jugo de carne que pudiera haberse quedado adherido a la cazuela y nuestra cebolla se teñirá de elegante marrón –este tono, ya veréis, se lleva este otoño-.

Cuando nuestra verdura esté ya preparada echaremos los trozos de carne encima y lo cubriremos todo de agua, añadiendo una hoja de laurel. Dependerá de la edad de la vaca el tiempo que haya de estar borboteando nuestro guiso, en mi caso fueron cinco horas y media de ansiosa espera.

En otro cazo derramaremos por cada rabo, medio litro de vino. Un tinto con mucha fruta y unos pocos meses en barrica como el Fontal Roble (6 meses de madera) me parece ideal, si tuviera dos o tres años en botella sería todavía mejor, no queremos demasiado tanino en la salsa. Mientras el vino se reduce hasta la mitad de su volumen, lo infusionaremos con un par de ramas de tomillo y le añadiremos una cucharadita de azúcar; finalmente lo colaremos. Cuando veamos que el rabo empieza a estar tierno, echaremos el vino, una hora y media de convivencia con el rabo mientras este cuece, se me antoja ideal para esta pareja.

Una vez la carne se despegue del hueso, sacaremos los trozos de la cazuela y seguiremos reduciendo la salsa, hasta que la gelatina la ligue. Prohibida la harina. Es importante ir probándolo porque los sabores se concentran –incluida la acidez del vino- y un exceso de reducción puede hacer que nuestra salsa de carne pase de estar rica a estar excesivamente fuerte.

En un recipiente dejaremos reposar el rabo de toro y la zanahoria cortada en trozos bien pequeños, con un poco de la deliciosa salsa de carne durante unas horas. La salsa impregnará la carne y la verdura y se hará gelatina cuando el conjunto se vaya enfriando.

La pasta

La pasta wan-ton (o won-ton según wikipedia) es sencilla de trabajar, basta con darle un hervor de veinte segundos a cada lámina y dejar secar. Iremos rellenando cada lámina con nuestro picadillo de vaca gelatinizado y la doblaremos sobre sí misma como si fueran un pañuelo, una tarea difícil al principio en la que uno se hace experto a partir de la quinta oblea.

El emplatado

En el momento de servir, se ponen un minuto al vapor y saldrán calentitas y jugosas, con la gelatina deshecha por este último golpe de calor se desharán en la boca.

Lo que quedó del cocido, unas verduras, unos berberechos, erizos de mar, gambitas o un carabinero -si estamos rumbosos-, cualquier relleno queda bien, siempre que se deje jugoso. A la espera de que David Muñoz del restaurante DiverXo, nos cuente cómo consigue sus estupendos dim-sum, estos paquetitos sorpresa de rabo de vaca a mí me parecen una delicia melosa y una buena manera de aprender a trabajar esta pasta.