miércoles, 14 de mayo de 2008

Gastronomía

Septiembre; ajo y perejil, huele a lunes por la noche. Sus manos cocinan unas sardinas que hacen honor a la etimología: xarda, basura. La carne del pescado, casi se deshace en la sartén, el limón y el aliño hacen el milagro o quizá no lo hagan. Yo hago los honores porque huele a pan y a grasa, porque es mi casa y porque no conozco otra cosa.

Ajo y pimentón, huele a veinte de diciembre, la carne del cerdo recién muerto, picada y de textura mórbida, casi caliente después de la muerte. Sus manos fríen la carne y sacan una prueba para la familia. Prueba sin devolución, digo yo. Frío en la calle y tripas de cerdo limpias de tanto pasarlas por agua con vinagre. Chorizos envueltos en tripas impolutas, en una orza para todo el año.

Bacalao con espinacas y garbanzos en abril. Ni el bacalao, tan desalado es santo de mi devoción, ni la espinaca me vuelve loco. Pasa todo lo bien que puede pasar con el vino con gaseosa, y aunque sea pecado, no me parece pecado comerse algo que me está tan malo. Ni siquiera en Viernes Santo.

Aceite hirviendo en junio. Sus manos frién un huevo, con puntilla como a ella le gusta. Con chorizos y lomos conservados en grasa en una orza. Con un pimiento rojo que probablemente no fuera del piquillo, ni de la denominación de origen, con unas alitas de pollo excesivamente grasientas. Con patatas fritas que no son Kennebec, más bien con sabor a nabo por falta de barbecho. Con buen pan -eso sí-, con hambre que nunca falta.

Unas gambas al ajillo en Sixto, una carne asada al horno, un Faustino I que es el vino de la casa y unos piononos, con "Fly me to the moon" de fondo e ilusión, mucha ilusión. Mi primera cena fuera de casa con mi novia.

"And let me sing forever more". Un avión que huele a un perfume que embriaga, es dulce, extraño y una comida en un Lyon que apesta a mantequilla, a medias me desagrada y a medias me vuelve loco; higado medio cocido y caracoles, salmón, mantequilla y una ración de Bocuse a precio de oro pagada por la empresa, carne madurada a la plancha, vino de la ribera de "La Rhone" mediocre -¿De verdad era aquello syrah?. Un poco de glamour, un poco de Francia y quizá es que para llegar a Lyon haya que pasar por la Luna. Silbo lo que Frankie me sugiere por los altavoces dela T-4 donde pierdo mucho tiempo buscando algo que llevarme a la boca, a la libreta o a la cabeza.

Un San Pedro que apenas sé desespinar, no aprendo por más tiempo que pase, una botella de Pazo de Señorans, un atardecer que no se acaba nunca -cuesta un mundo que anochezca últimamente. Un libro de novela negra de un cabrón, que dispara frases de trece palabras que te sacuden a esa distancia que está a un palmo de la cabeza y a unos milímetros del corazón; allí se cuenta cómo hacer el gimlet perfecto y cómo despedirse de la rubia con elegancia e incluso sin ella.

Un final de julio y un agosto que huele otra vez sardinas -en la ciudad del viento-, es el fin de la temporada, un Fillaboa o quizá sea un Zárate, puede que un Leirana, me voy a mi otra casa, llena de mar, de percebes y berberechos, de olor a yodo y de barquillos que los niños recogen a las 8 de la tarde en Silgar, cuando las cabronas de las gaviotas me recuerdan que toca emigrar.

Y en septiembre una cena en Sacha con mi mujer, sofisticada y sencilla. Falsa lasaña y falsa botillería. Un gin tonic de Schweppes y Bombay amargo, un grito obsceno, un Hallelujah sensual que es un eco que resuena hipnótico en los altavoces, casi tan amargo como el combinado o como un chocolate negro.

Sus manos mechan un lomo de cerdo, ni la carne ni el relleno valen demasiado, el conjunto es sensacional. Un Berberana, un mojete hecho con tomate pera -como ha de hacerse-, una ensalada de espárragos blancos de lata mediocre, una maravillosa tarta portuguesa que un día, si queréis, os cuento cómo sale perfecta.

Sus manos.

domingo, 11 de mayo de 2008

Viridiana

Escribir de Viridiana sin excederse sería tan extraño como que pasase Angelina Jolie por mi vera sin echarle un vistazo lateral. Abraham García, su jefe y propietario, se ha pasado la vida sin cederle un centímetro al personal, sin transigir, o dicho de otra manera, sin pasar por el aro. Unos puestos de menos en las listas y menos soles, estrellas y cometas de las que le tocarían si tuviera algo más de paciencia con la caprichosa fauna gastronómica madrileña. Viridana, al contrario de lo que es habitual, mide a las guías y a los críticos.

Abraham se esconde detrás de un sombrero y un verbo florido. Jamás hubiera reconocido a la persona detrás de los textos, quizá por la timidez, quizá por esa socarronería que en persona es mucho más evidente que en las palabras. Detrás de todo ello hay un tremendo gourmet con sensibilidad que, como no puede ser de otra manera, da lugar a un cocinero de primer nivel.

Vale, no está de moda, vale, no es un tipo dócil. Pero es que en Viridiana se come maravillosamente. Los embutidos que de tanto en tanto se trae de Can Ravell, sus huevos con crema de hongos y trufa, la carne de toro de lidia del encaste Domeq-Jandilla, sea en brocheta o en carpaccio, las impresionantes croquetas de oveja latxa -la misma con la que se hace el maravilloso Ossau Iraty y las que él dice que "con total inmodestia son las mejores del mundo"-, el foie ahumado en madera de arce con chutney de naranjas amargas y sauternes, el impresionante gazpacho con fresones y arenque del Báltico, las lentejas estofadas al curry, sus platos de cerdo -la presa, como nadie-, los caracoles a la "llauna" -los mejores que haya tomado-, sus risottos, la caza, los quesos , la inmensa carta de vinos, los mejores destilados.

Comer en Viridiana es una fiesta, es una liturgia, es la gastronomía en mayúsculas, va del aperitivo al puro y al destilado, son las cuatro mejores horas que se venden en Madrid. Es fácil vender exceso, lo difícil es hacerlo con la concreción y el producto con la que lo hace Abraham, porque podría parecer que las cosas son como son por casualidad y sin embargo no hay nada hecho al buen tuntún en su cocina.

Aunque apoyemos al personal más joven que acaba de llegar -cosa importante- yo creo que es cosa de empezar a reconocerle su inmensa categoría; ha enseñado a comer a toda una generación de gourmets, ha enseñado a cocinar a lo mejor que brota en Madrid y treinta años después sigue en cabeza de la gastronomía madrileña -con al menos un cuerpo de ventaja sobre el siguiente- con el desgaste que ello supone. No es moco de pavo.