
Ajo y pimentón, huele a veinte de diciembre, la carne del cerdo recién muerto, picada y de textura mórbida, casi caliente después de la muerte. Sus manos fríen la carne y sacan una prueba para la familia. Prueba sin devolución, digo yo. Frío en la calle y tripas de cerdo limpias de tanto pasarlas por agua con vinagre. Chorizos envueltos en tripas impolutas, en una orza para todo el año.
Bacalao con espinacas y garbanzos en abril. Ni el bacalao, tan desalado es santo de mi devoción, ni la espinaca me vuelve loco. Pasa todo lo bien que puede pasar con el vino con gaseosa, y aunque sea pecado, no me parece pecado comerse algo que me está tan malo. Ni siquiera en Viernes Santo.
Aceite hirviendo en junio. Sus manos frién un huevo, con puntilla como a ella le gusta. Con chorizos y lomos conservados en grasa en una orza. Con un pimiento rojo que probablemente no fuera del piquillo, ni de la denominación de origen, con unas alitas de pollo excesivamente grasientas. Con patatas fritas que no son Kennebec, más bien con sabor a nabo por falta de barbecho. Con buen pan -eso sí-, con hambre que nunca falta.
Unas gambas al ajillo en Sixto, una carne asada al horno, un Faustino I que es el vino de la casa y unos piononos, con "Fly me to the moon" de fondo e ilusión, mucha ilusión. Mi primera cena fuera de casa con mi novia.
"And let me sing forever more". Un avión que huele a un perfume que embriaga, es dulce, extraño y una comida en un Lyon que apesta a mantequilla, a medias me desagrada y a medias me vuelve loco; higado medio cocido y caracoles, salmón, mantequilla y una ración de Bocuse a precio de oro pagada por la empresa, carne madurada a la plancha, vino de la ribera de "La Rhone" mediocre -¿De verdad era aquello syrah?. Un poco de glamour, un poco de Francia y quizá es que para llegar a Lyon haya que pasar por la Luna. Silbo lo que Frankie me sugiere por los altavoces dela T-4 donde pierdo mucho tiempo buscando algo que llevarme a la boca, a la libreta o a la cabeza.
Un San Pedro que apenas sé desespinar, no aprendo por más tiempo que pase, una botella de Pazo de Señorans, un atardecer que no se acaba nunca -cuesta un mundo que anochezca últimamente. Un libro de novela negra de un cabrón, que dispara frases de trece palabras que te sacuden a esa distancia que está a un palmo de la cabeza y a unos milímetros del corazón; allí se cuenta cómo hacer el gimlet perfecto y cómo despedirse de la rubia con elegancia e incluso sin ella.
Un final de julio y un agosto que huele otra vez sardinas -en la ciudad del viento-, es el fin de la temporada, un Fillaboa o quizá sea un Zárate, puede que un Leirana, me voy a mi otra casa, llena de mar, de percebes y berberechos, de olor a yodo y de barquillos que los niños recogen a las 8 de la tarde en Silgar, cuando las cabronas de las gaviotas me recuerdan que toca emigrar.
Y en septiembre una cena en Sacha con mi mujer, sofisticada y sencilla. Falsa lasaña y falsa botillería. Un gin tonic de Schweppes y Bombay amargo, un grito obsceno, un Hallelujah sensual que es un eco que resuena hipnótico en los altavoces, casi tan amargo como el combinado o como un chocolate negro.
Sus manos mechan un lomo de cerdo, ni la carne ni el relleno valen demasiado, el conjunto es sensacional. Un Berberana, un mojete hecho con tomate pera -como ha de hacerse-, una ensalada de espárragos blancos de lata mediocre, una maravillosa tarta portuguesa que un día, si queréis, os cuento cómo sale perfecta.
Sus manos.
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