
¡La mejor televisión del país!. La tele siempre ha sido un asco, para qué nos vamos a engañar, pero aunque parezca un disparate lo que voy a decir (y sin duda lo es) los tiempos del monopolio televisivo tenían algunas ventajas. Quizás es que ya han pasado muchos años de aquello y con el paso de tiempo los recuerdos mejoran la realidad, pero cuando me sentaba en casa con la familia a ver la tele, ninguno teníamos ganas de cambiar de canal, entre otras cosas porque no había otros, y de este modo veíamos tranquilos las películas de la sobremesa de los sábados o los programas de cine (¿os acordáis de “La clave”, o de aquel que presentaba los sábados por la noche el gran Martín Ferrand?, posiblemente ahí pudo estar el germen de muchas pasiones por el séptimo arte). Otra ventaja es que, como todos veíamos lo mismo, podíamos hablar con los amigos de los programas que habíamos visto. Programas como “El hotel de las mil y una estrellas” de Luís Aguilé, “Sumarísimo” de Valerio Lazarov, los dibujos animados de Naranjito, un informativo presentado por Tico Medina que se llamaba “Las buenas noticias” o cualquiera de las otras cumbres de nuestra programación. Y además, como había tan poca oferta, las pocas cosas de calidad no se nos escapaban. Por ejemplo las series, que ha habido series muy buenas.
Y eso que es muy difícil que las series te enganchen si no las sigues con fidelidad. Cuando, hace ya muchos años, los amigos me avisaron de una serie que acababan de estrenar y que contaba las andanzas de los parroquianos de un bar de Boston, recuerdo que al principio no me pareció gran cosa, pero poco a poco, me fui metiendo en la serie como si fuera un cliente más del bar y me empezaron a parecer entrañables los personajes: ese bebedor compulsivo de cerveza que escucha las historias de un cartero idiotizado; ese barman, ex jugador de béisbol de los Boston Red Sox, ex alcohólico y ligón en ejercicio, que comparte la barra con un ex entrenador que debió recibir en su vida muchos pelotazos en la cabeza; o ese psiquiatra de Seattle llamado Frasier Crane, que luego tuvo continuidad en otra serie, y que era un intelectual presumido y con gustos caros que disfruta de la artes, de los coches de lujo, del vino y de la buena comida.

Y eso a los españoles nos molesta bastante, para qué nos vamos a engañar. En España decimos que Parker es injusto con los vinos españoles mientras que mantiene una relación de amor con los vinos franceses; que la Guía Michelín desprecia año tras año a los restaurantes españoles negándoles el reconocimiento que en justicia merecen; que la gastronomía europea se venga de la española reduciéndola al papel de comparsa en prestigiosos concursos como el Bocusse D’Or. Y aunque no sé si estas afirmaciones tienen parte de razón o no, creo que será mejor que no nos refugiemos en el victimismo que tan cómodo resulta a veces y nos empecemos a preguntar, por ejemplo, si no es cierto que los productores españoles debieran ser capaces de catar sus propios vinos algo más críticamente; o acerca de las razones por las que el servicio de sala en los restaurantes españoles está a años luz de los europeos; o sobre si es cierto que los españoles somos malos vendedores de nuestros propios productos. Y quizás también deberíamos volver la mirada hacia nosotros mismos y peguntarnos si no es verdad que, también nosotros, llevamos tiempo mitificando excesivamente nuestra cocina y nuestros vinos y despreciando los productos ajenos.
Huevos con chorizo frente a nouvelle cuisine, Tempranillo frente a Riesling, aceite de oliva frente a cualquier otra grasa… De niños nos decían que no hay que comer con los ojos. Hoy parece que lo hemos olvidado y comemos más con la cultura que con el paladar.
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