domingo, 28 de octubre de 2007

El aperitivo de los domingos

Las mañanas de los domingos del otoño y del invierno son el preludio en mi casa, de una fiesta gastronómica. Quizá un pollo de corral guisado, quizá un cocido de carnes de cerdo desaladas, morcillo tierno como la mantequilla y chorizos magros con abundante pimentón, puede que una paella o carne mechada, con suerte y si es un día de fiesta habrá morteruelo o caldereta de cordero. Guisos de los que bullen despacio durante una mañana, guisos sabrosos que se completan con buen pan y abundante vino y con suerte con algún postre; piononos, milhojas de nata o tarta portuguesa: la de las galletas María con la crema pastelera y el chocolate, esa tarta que debe uno mamar en el útero porque sabe a otras vidas.

Tiene el aperitivo del domingo en mi casa, el aroma de la tradición de los años 70, cuando el lujo nunca fue comer fuera de casa –no se contemplaba la posibilidad-, sino más bien el paseo después de la misa, que se acompañaba con esa caña, o el arroz guisadito con abundante Avecrem, mal llamado paella, que recién salido de la cocina, con cucharillas tambaleantes en el platillo sobre el que se servía, sabía –y sabe- a gloria. Me he vuelto poco partidario de los bares, en Madrid son cada vez más vulgares los aperitivos que se sirven, ni pagando, ni sin pagar. Así que con un poquito de trabajo, prefiero montar la fiesta en casa.

El aperitivo no es algo baladí, es cosa de la evolución, como lo es la penicilina, o tener dos piernas y no una. De otra manera, uno atacaría con excesiva ansia el almuerzo causando malas digestiones e incluso atragantamientos indeseables. Es mejor el aperitivo en días de lluvia que en días de sol, mejor en otoño e invierno que en primavera y verano, mejor con frío que con calor. Hay días para pasear y días para comer.

Así que tras un buen paseo que abra el apetito, si el día lo permite, prepararé el aperitivo con un poquito de paté de cerdo ibérico y unos blinis, unas rodajitas de salchichón de payés artesanal catalán, unos mejillones gallegos escabechados bien hermosos, unas aceitunas maceradas y un poquito del excepcional (excepcional, repito) chorizo de Joselito, además, claro está, de unos taquitos de queso manchego que nunca ha de faltar en mi casa; si además se pudiera probar un lomo frito adobado y conservado en aceite habría que dar gracias al cielo. Preparadlo de manera voluptuosa, que se coma con la vista y no le deje opción al que se acerque.

Está claro que es imprescindible el pan recién hecho, dejad que el aroma a levadura y harina cocida inunde vuestra casa, dejad que vuestra familia recuerde ese olor. Se monta en mi casa en la cocina, a la manera de la barra del bar este pequeño festín, el prólogo de la pitanza, que a su vez es el prólogo de la sobremesa, el de la interminable tarde del domingo, por más que siempre acabe terminando, por más que gane el Madrid y uno se vaya contento a la cama, o pierda y abomine el maldito lunes que está por llegar y que ya no se demora más.

Para que el deleite sea completo, sólo hace falta tirar bien la cerveza, servir el vermouth rojo o blanco con gusto, con una rodaja de limón y mucho hielo, abrir un buen vino, mejor blanco que tinto, mejor espumoso que tranquilo, o por qué no, preparar un dry martini para los más atrevidos. Y todo eso en casa, con tu familia y amigos, en tu rincón favorito y disfrutando de una buena charla, sin necesidad de dar codazos para proteger tu espacio vital. A ser posible, al aroma de los pucheros, que han de hacer protestar a nuestro estómago.

Si en la vida hay corazas que protegen tu felicidad, el aperitivo del domingo, es una de las mías.

jueves, 25 de octubre de 2007

Un paseo por el Barrio de Salamanca

Pocas cosas disfruto más, que mi madrugador paseo por el barrio de Salamanca. La luz que lentamente se va abriendo paso, va pintando a cámara lenta edificios y palacetes del siglo XIX, mientras sombras que suben desde Recoletos van abriendo los comercios. Y escondidos entre tiendas de ropa y joyerías, al amparo de galerías y entre cocheras de caballos, hay una pléyade de restaurantes, mercados, tiendas de setas o fruterías, todo tan bonito que da miedo tocarlo por si se rompe. Tiene el barrio, ese encanto especial del que sabe que es guapo y no le da importancia, esa belleza casi parisina que parece casualidad, y que en realidad es el resultado de decenas de años de mucho esfuerzo y dinero.

Subiendo por Jorge Juan se agolpan algunos restaurantes llenos entre semana de tarjetas de crédito de empresa, Thai Garden, Pandelujo o Sula. Son sitios bonitos que están en el borde de la gastronomía o quizá un poco más acá, quizá un reflejo de los gustos mayoritarios de la gente con dineros, carne de páginas del Telva, a medias entre la crónica social y la culinaria. Escondido en su callejón, casi arrinconado por los sitios de moda, sigue ondeando su bandera El Amparo, la que fue del buen gusto y la vanguardia hace ya demasiado tiempo y que ha ido menguando, hasta convertirse en casi nada.

Contrasta su decadencia con la brillantez actual del Goizeko del hotel Wellington que se mantiene en el cruce con Velázquez. Jesús Santos mantiene el que es para mí el mejor restaurante vasco de Madrid, germen de cocina y de cocineros en la capital (más de lo que parece a primera vista) y donde si el bolsillo lo permitiera, volvería una vez tras otra a pedir el ragú de bogavante y patatas confitadas.

Casi llegando a la esquina con Goya, Sergi Arola ha plantado sus reales con una de sus paninotecas (Velazquez, 32), locales donde se ofrece pan mediocre que no hace honor al nombre del restaurante. Excepcional aceite, buenas chacinas y excelente selección de vinos. Precios excesivos y gente guapa en un entorno en blanco y negro. El sitio es minimalista de vocación, minimalista en la decoración y minimalista en las cantidades, con unas cartas incómodas con las que uno puede hacerse un tajo a poco que se descuide. ¿Por qué es la modernidad tan poco funcional?

En la misma esquina de Goya y Velázquez está la carnicería La Comercial (Goya, 20) donde tras sortear la altanería inicial del carnicero, acostumbrado a las exigentes señoras de la zona (que tienen la curiosa manía de colarse), tercia comprarse unos filetes de cadera para poder hacer los mejores filetes empanados del mundo, carpaccios de vaca roja y sangrante. Son carniceros que saben cortar la carne y el producto es de primera calidad, con sabor y no suelta agua en la plancha, y tal y como están las cosas en el mundo, me parece hasta excepcional.

Unos metros más allá, en Hermosilla, ya huele a tortilla y se me despiertan los jugos gástricos. Es en el bar Estay (Hermosilla, 46) y entre camareros con camisa blanca y chaquetilla verde y una decoración que recuerda a las películas de Alfredo Landa, sirven una de las mejores tortillas de Madrid, jugosa y con buena patata que se puede acompañar de una caña estupendamente tirada. Hay que luchar con señoras enjoyadas por un trozo de barra o una mesa, no iba a ser fácil. Como es bien sabido que el aperitivo necesita de dos o más paradas y la cerveza buenísima para la salud, en el bar Jurucha (Ayala, 19), se ofrece una buena selección de pinchos, donde destacan el de carne mechada o el de atún escabechado con tomate, mejor aquí el quinto de Mahou que la caña.

Me entra el síndrome de Diógenes en este barrio y no quiero abandonarlo con las manos casi vacías, así que, en busca de setas, le hago una visita al puesto de Bermejo Hermanos (Hermosilla, 52) en otoño, es una experiencia sólo comparable al Petrás de la Boquería barcelonesa. Unas trompetas de la muerte, setas de cardo, níscalos y un cepillo de dientes con las que las limpiaré hasta que queden como una patena. Animado por la luz, la cerveza, la arquitectura clásica y las expectativas de placer, me acerco a la quesería La Boulette del mercado de la Paz y arramblo con unos quesos, no os perdáis el azul de la Auvernia francesa que está para chuparse los dedos y desinfectarlos después de la merienda; no hay quien se quite el olor. Y ya que estamos, es imprescindible en este mercado darse una vuelta por las pescaderías, con un poco de suerte podré encontrar piezas de las que ya no se ven en Madrid, porque ahora el pescado que no viene de criaderos se cuenta con los dedos de una mano, tesoros del mar.

Unos minutos antes de afrontar la realidad, unos metros antes de que la contaminación y los pitidos le ganen la batalla a la belleza, no está demás echarle un vistazo a Frutas Vázquez (Ayala, 11), en la que dicen que compra la familia real. Hay un arco-iris de frutas tropicales, nacionales y setas en esta tienda, que indefectiblemente acercan al viandante como la miel atrae a las abejas. Más que frutas, las frambuesas, las castañas, las manzanas o las granadas, me parecen bombones.

Y así de sopetón y sin aviso, como una puñalada trapera, diviso la Biblioteca Nacional , maldigo al tiempo que pasa demasiado rápido, admiro el maravilloso palacete que, desgraciadamente, se cae piedra a piedra enfrente y procuro guardar en mi memoria un festín de imágenes y sensaciones que trasladaré a mis sartenes tan pronto como el tren me deje en casa. El próximo, en siete minutos.

viernes, 5 de octubre de 2007

Conservas de Cambados

Este verano leí en algún periódico que se había montado una buena bronca entre los productores y los conserveros en Galicia. La cosa era, más o menos, que los primeros acusaban a los segundos de no usar producto de la zona para sus conservas.

La oferta conservera en España se ha multiplicado en cantidad y en calidad. Sin embargo a poco que uno sobrepase el trampantojo que es el color negro riguroso de los envases de las conservas gourmet (luto asociado al lujo) y ya no digo de las de menos ínfulas, se puede encontrar con sorpresas. O lo que es peor, sin la más mínima información o con información ambigua de qué es lo que está comprando.

Así las cosas, parece cierto que no siempre el producto es local, además en algunos casos, a pesar de las indicaciones en la caja, acaba resultando que incluso aunque se anuncia como producto de nuestras costas, sólo se incluye un 51% de lo prometido en el envase, siendo el resto foráneo. Trucos feos para engañar al consumidor y supongo para cumplir con las reglas legales, me parece a mí que bastante laxas (no sé si las leyes o su obligatoriedad en el cumplimiento).

Si todos estamos de acuerdo que en las pescaderías se debiera obligar –no se hace- a que se informara de las zonas FAO de capturas del material expuesto, no veo por qué, en el caso del laterío, no tuviera que ser exactamente igual.

Una de mis conservas favoritas son las sardinas en aceite, los franceses adoran las Connétable y gustan de envejecerlas durante años en su aceite –cuestión discutible a mi entender a partir del lustro-, Ramón Peña las ofrece fantásticas con dos años de envasado y son francamente buenas las de Conservas de Cambados.

La oferta de las Conservas de Cambados diferencia tres líneas: Gourmet, Bogar y Alamar. La primera con producto de la zona seleccionado y envasado a mano, la segunda con producto de la zona y las tercera con producto foráneo, cosa que no sé por la información que trae el producto, sino porque lo he preguntado. Tampoco viene información alguna de la fecha de envasado del producto, así que será nuestro paladar nuestra única fuente de información al respecto; en el fondo, una auténtica cata a ciegas.

Y aunque la línea gourmet es una goce completo, hoy me centraré en la línea intermedia, las xoubas de la gama Bogar envasadas en aceite de oliva-1,35 €-, que tienen una relación calidad-precio imbatible . Son prietas, carnosas y con mucho sabor, conviene dejarlas descansar unos meses en la despensa, porque el aceite –que no está mal, pero no es el mejor- adquirirá el profundo perfume de las sardinas.

La receta

En bocadillo o como tapa, sin más que abrirlas, son una delicia, con una bilbaína suave están también sensacionales. Para ello, no hay más que verter el aceite de la conserva –utilizadlo siempre que podáis- en una pequeña sartén y confitar en el mismo, a fuego muy suave las láminas de un par de dientes de ajo y un par tiras finas de guindilla seca, que habremos hidratado previamente. Cuando el ajo esté en su punto añadir a un fuego muy suave y con cuidado, las sardinas; son muy delicadas así que hay que intentar no romperlas en la operación. Añadid un chorro generoso de un buen vinagre de vino por encima, tapad la sartén para que las sardinas se empapen de los vapores y meced como si tuvieseis miedo de romperlas, hay que emulsionar con mucha suavidad. Tras un par de minutos servid aprovechando hasta la última gota del aceite.

Rodajas de buen pan –mejor si fuera de maíz- y a disfrutar. Regálese un trozo de nuestras costas envasado y a un euro y pico, oiga.

lunes, 1 de octubre de 2007

Urrechu

Iñigo Pérez es lo que, en términos coloquiales, podríamos llamar un cocinero famoso, seguro que todos recordáis su “hola familia” en programas televisivos. Una mezcla entre Ramón García y Arguiñano, que esconde detrás de esta imagen a un cocinero de primer nivel. Formado en la escuela de Martín Berasategui –quizá uno de los mejores profesores de cocineros que haya hoy en día en España- y con una trayectoria que incluye El Amparo –hoy franquiciado y decaído- y el Fogón de Zeín. Este último, uno de los locales de Madrid que no conozco y de los que tengo las mejores referencias (creo que Iñigo sigue participando, no sé con si con tareas o con dineros).

Con el GPS bien afilado, me acerco a su Urrechu de Somosaguas. El ambiente en domingo es extraño, en mitad de una zona arbolada, en un centro comercial que huele a antiguo y en el que todas las tiendas están cerradas por ser festivo. Allí se concentra una buena porción de la gente nativa de la privilegiada urbanización que lo rodea, casi toda en la barra de la planta de abajo.
Enfrente de la barra, aparece un atril donde se muestran chacinas que a primera vista parecen de calidad –el lomo sobre todo- y unos platos de tomate rallado que desde lejos se asemejan a pequeñas esferificaciones de caviar rojo. Los tienen esperando a su jamón o a su ventresca.

Jesús del Saz es el jefe de sala, es extremadamente delicado en el trato y está muy pendiente de lo que sucede en la sala. No era día de medir la calidad del servicio, con el local al 50% de su ocupación en su planta superior, fue éste, en cualquier caso, atento y profesional. La carta de vinos está estupendamente elegida, casi siempre botellas por encima de los 25 euros, en demasiados casos con cargo excesivo sobre el precio en bodega –como ejemplo 25 euros más o menos por un Muga Crianza del 2003, un vino a 10 euros en tienda. La parte madrileña de la carta, más comedida.

Se pueden pedir medias raciones (nosotros lo hicimos con las tres entradas), que como los segundos platos fueron muy abundantes. Tras el aperitivo de tartar de atún con brotes de soja, acompañado de un chupito de crema de guisantes con buen sabor a huerta, empezamos con un plato de ventresca -7,63€- y ese tomate del que había hablado antes. Inhabitual por sabroso el tomate y buena ventresca horneada en el restaurante y no de lata . Tan sencillo y tan agradable que no dejé ni un poquito en el plato. Yo lo hubiese acompañado de un aceite con más personalidad y no tan afrutado y suave (aunque sin duda, de buena calidad).

Seguimos con un ragú de cigalas con espárragos verdes, alcachofas y garbanzos fritos con olivas negras -10,25€-. A pesar de que a primera vista pareciera que hay demasiadas cosas en el plato, el total funciona. La crema de garbanzos, sensacional, se apodera del plato, completando a una cigala pequeñita, en un conjunto bien equilibrado por la alcachofa. En mi opinión, el mejor plato de la comida.

Como tercera media ración, pedimos un salteado de setas -10,50€- que incluía boletus y rebozuelos. Con las setas perfectamente limpias, hay veces que no hay que darle más vueltas al tema, excepto tres o cuatro en la sartén con aceite. Se acompañaban con un huevo en el que la yema rebozada se presentaba encima de la clara. Buen fondo de armario.

Rodaballo a la plancha con unos ravioli de changurro donde láminas de pulpo hacían las veces de envoltura -25,50-. El rodaballo fresco, bien de punto y de porte señorial, quizá no con todo el sabor de las mejores piezas (no me parece que esté en el debe del restaurante). Los ravioli de pulpo y changurro estaba buenísimos. Dos conclusiones: El pulpo si es de calidad da mucho juego y el changurro está muy rico aquí (en algún otro plato es el protagonista).

Estupendo el arroz con bogavante -23,50-, plato maltratado sin descanso por los restaurantes españoles –en algunos casos da vergüenza ajena. Me pareció que el arroz estaba hecho con caldo de cocer el pulpo y quizá algo del marisco, meloso y tan rico como para no dejar ni un grano, excepto porque la ración es enorme. El bogavante a la plancha y bien de punto, completa un plato que parece diseñado con la escuadra y el cartabón.

Por fin, una torrija bien empapada, con helado y crema de café -5,50-(de las mejores que recuerdo, buen café) y un soufflé de chocolate -8,25-, el famoso postre de Michel Bras-, como postres, donde el cocinero se muestra más clásico en sus planteamientos. El restaurante obsequia con unos petit fours que vinieron a la mesa incluso aunque no pedimos café –qué buen detalle-.

Disfruté mucho en el Urrechu, solidez, buen y abundante producto, precios en la media madrileña, ideas claras y amabilidad. Se trata del heredero de El Amparo de finales del siglo pasado; eso es decir mucho.

Nota: Los precios de las tres entradas se refieren a medias raciones, la foto de la ventresca con tomate, está hecha sobre la ración ya servida en mi plato, por tanto, un cuarto de ración.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Dim sum de rabo de toro

Pocas cosas han cambiado en los últimos lustros en el paseo que hay desde el metro de Sevilla, hasta el de Plaza de España por la Gran Vía madrileña. Una estampa de limpiabotas, prostitutas, teatros y cafeterías con decoración a lo años 60, que se mantiene inalterable. Mientras bajo en un continuo zigzag para evitar al gentío, el sol mañanero me da en la cara (ya desteñida del moreno veraniego), y me hincho a recoger panfletillos de publicidad de los chavales que se malganan la vida como repartidores. Alguna papelera podrán adornar, digo yo.

En los bajos de la Plaza de España –sorprendentemente limpios para la media de los subterráneos madrileños- se puede encontrar uno de los supermercados de comida oriental más completos que haya en la ciudad. Rodeado de bares, agencias de viajes y restaurantes, todos ellos gestionados por personal oriental, uno se siente extranjero en este pasillo de treinta metros. Bien claro le queda al inmigrante gastronómico, que en este subterráneo, el lenguaje común es el euro.

El súper está repleto de todo tipo de ingredientes para los amantes de la comida oriental. Los dependientes economizan en palabras y a mi requerimiento de dónde podía encontrar pasta wan-ton, un señor me señala un congelador y dice sólo dos palabras: “frito”, “cocido”. Sorpresa, sorpresa, hay wan-ton de dos clases. La señora de la caja se ahorra todo tipo de sonido señalándome el precio de mi compra; entre nosotros no hacen falta palabras, sólo monedas.

El rabo de vaca

Están de moda los dim-sum, versión oriental de los raviolis, que se basa en una mezcla de harinas de trigo y tapioca (según pone en la caja) y que le permite a un aprendiz como yo, reutilizar lo que le sobró del guiso de rabo de toro del día anterior. El rabo de toro (más bien de vaca) no tiene gran secreto, tras limpiar bien los trozos de los excesos de grasa, se doran en una cazuela y se reservan. En el mismo recipiente se sofríe durante veinte minutos y a fuego bajo, una cebolla y media cortada groseramente, cuatro dientes de ajo, unas bolitas de pimienta negra, dos clavos de olor y una zanahoria cortada en rodajas no demasiado grandes. Los jugos de las verduras desglasarán el jugo de carne que pudiera haberse quedado adherido a la cazuela y nuestra cebolla se teñirá de elegante marrón –este tono, ya veréis, se lleva este otoño-.

Cuando nuestra verdura esté ya preparada echaremos los trozos de carne encima y lo cubriremos todo de agua, añadiendo una hoja de laurel. Dependerá de la edad de la vaca el tiempo que haya de estar borboteando nuestro guiso, en mi caso fueron cinco horas y media de ansiosa espera.

En otro cazo derramaremos por cada rabo, medio litro de vino. Un tinto con mucha fruta y unos pocos meses en barrica como el Fontal Roble (6 meses de madera) me parece ideal, si tuviera dos o tres años en botella sería todavía mejor, no queremos demasiado tanino en la salsa. Mientras el vino se reduce hasta la mitad de su volumen, lo infusionaremos con un par de ramas de tomillo y le añadiremos una cucharadita de azúcar; finalmente lo colaremos. Cuando veamos que el rabo empieza a estar tierno, echaremos el vino, una hora y media de convivencia con el rabo mientras este cuece, se me antoja ideal para esta pareja.

Una vez la carne se despegue del hueso, sacaremos los trozos de la cazuela y seguiremos reduciendo la salsa, hasta que la gelatina la ligue. Prohibida la harina. Es importante ir probándolo porque los sabores se concentran –incluida la acidez del vino- y un exceso de reducción puede hacer que nuestra salsa de carne pase de estar rica a estar excesivamente fuerte.

En un recipiente dejaremos reposar el rabo de toro y la zanahoria cortada en trozos bien pequeños, con un poco de la deliciosa salsa de carne durante unas horas. La salsa impregnará la carne y la verdura y se hará gelatina cuando el conjunto se vaya enfriando.

La pasta

La pasta wan-ton (o won-ton según wikipedia) es sencilla de trabajar, basta con darle un hervor de veinte segundos a cada lámina y dejar secar. Iremos rellenando cada lámina con nuestro picadillo de vaca gelatinizado y la doblaremos sobre sí misma como si fueran un pañuelo, una tarea difícil al principio en la que uno se hace experto a partir de la quinta oblea.

El emplatado

En el momento de servir, se ponen un minuto al vapor y saldrán calentitas y jugosas, con la gelatina deshecha por este último golpe de calor se desharán en la boca.

Lo que quedó del cocido, unas verduras, unos berberechos, erizos de mar, gambitas o un carabinero -si estamos rumbosos-, cualquier relleno queda bien, siempre que se deje jugoso. A la espera de que David Muñoz del restaurante DiverXo, nos cuente cómo consigue sus estupendos dim-sum, estos paquetitos sorpresa de rabo de vaca a mí me parecen una delicia melosa y una buena manera de aprender a trabajar esta pasta.

Dim sum de rabo de toro

Pocas cosas han cambiado en los últimos lustros en el paseo que hay desde el metro de Sevilla, hasta el de Plaza de España por la Gran Vía madrileña. Una estampa de limpiabotas, prostitutas, teatros y cafeterías con decoración a lo años 60, que se mantiene inalterable. Mientras bajo en un continuo zigzag para evitar al gentío, el sol mañanero me da en la cara (ya desteñida del moreno veraniego), y me hincho a recoger panfletillos de publicidad de los chavales que se malganan la vida como repartidores. Alguna papelera podrán adornar, digo yo.

En los bajos de la Plaza de España –sorprendentemente limpios para la media de los subterráneos madrileños- se puede encontrar uno de los supermercados de comida oriental más completos que haya en la ciudad. Rodeado de bares, agencias de viajes y restaurantes, todos ellos gestionados por personal oriental, uno se siente extranjero en este pasillo de treinta metros. Bien claro le queda al inmigrante gastronómico, que en este subterráneo, el lenguaje común es el euro.

El súper está repleto de todo tipo de ingredientes para los amantes de la comida oriental. Los dependientes economizan en palabras y a mi requerimiento de dónde podía encontrar pasta wan-ton, un señor me señala un congelador y dice sólo dos palabras: “frito”, “cocido”. Sorpresa, sorpresa, hay wan-ton de dos clases. La señora de la caja se ahorra todo tipo de sonido señalándome el precio de mi compra; entre nosotros no hacen falta palabras, sólo monedas.

El rabo de vaca

Están de moda los dim-sum, versión oriental de los raviolis, que se basa en una mezcla de harinas de trigo y tapioca (según pone en la caja) y que le permite a un aprendiz como yo, reutilizar lo que le sobró del guiso de rabo de toro del día anterior. El rabo de toro (más bien de vaca) no tiene gran secreto, tras limpiar bien los trozos de los excesos de grasa, se doran en una cazuela y se reservan. En el mismo recipiente se sofríe durante veinte minutos y a fuego bajo, una cebolla y media cortada groseramente, cuatro dientes de ajo, unas bolitas de pimienta negra, dos clavos de olor y una zanahoria cortada en rodajas no demasiado grandes. Los jugos de las verduras desglasarán el jugo de carne que pudiera haberse quedado adherido a la cazuela y nuestra cebolla se teñirá de elegante marrón –este tono, ya veréis, se lleva este otoño-.

Cuando nuestra verdura esté ya preparada echaremos los trozos de carne encima y lo cubriremos todo de agua, añadiendo una hoja de laurel. Dependerá de la edad de la vaca el tiempo que haya de estar borboteando nuestro guiso, en mi caso fueron cinco horas y media de ansiosa espera.

En otro cazo derramaremos por cada rabo, medio litro de vino. Un tinto con mucha fruta y unos pocos meses en barrica como el Fontal Roble (6 meses de madera) me parece ideal, si tuviera dos o tres años en botella sería todavía mejor, no queremos demasiado tanino en la salsa. Mientras el vino se reduce hasta la mitad de su volumen, lo infusionaremos con un par de ramas de tomillo y le añadiremos una cucharadita de azúcar; finalmente lo colaremos. Cuando veamos que el rabo empieza a estar tierno, echaremos el vino, una hora y media de convivencia con el rabo mientras este cuece, se me antoja ideal para esta pareja.

Una vez la carne se despegue del hueso, sacaremos los trozos de la cazuela y seguiremos reduciendo la salsa, hasta que la gelatina la ligue. Prohibida la harina. Es importante ir probándolo porque los sabores se concentran –incluida la acidez del vino- y un exceso de reducción puede hacer que nuestra salsa de carne pase de estar rica a estar excesivamente fuerte.

En un recipiente dejaremos reposar el rabo de toro y la zanahoria cortada en trozos bien pequeños, con un poco de la deliciosa salsa de carne durante unas horas. La salsa impregnará la carne y la verdura y se hará gelatina cuando el conjunto se vaya enfriando.

La pasta

La pasta wan-ton (o won-ton según wikipedia) es sencilla de trabajar, basta con darle un hervor de veinte segundos a cada lámina y dejar secar. Iremos rellenando cada lámina con nuestro picadillo de vaca gelatinizado y la doblaremos sobre sí misma como si fueran un pañuelo, una tarea difícil al principio en la que uno se hace experto a partir de la quinta oblea.

El emplatado

En el momento de servir, se ponen un minuto al vapor y saldrán calentitas y jugosas, con la gelatina deshecha por este último golpe de calor se desharán en la boca.

Lo que quedó del cocido, unas verduras, unos berberechos, erizos de mar, gambitas o un carabinero -si estamos rumbosos-, cualquier relleno queda bien, siempre que se deje jugoso. A la espera de que David Muñoz del restaurante DiverXo, nos cuente cómo consigue sus estupendos dim-sum, estos paquetitos sorpresa de rabo de vaca a mí me parecen una delicia melosa y una buena manera de aprender a trabajar esta pasta.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

La cocina en la televisión

En los últimos 25 años, hemos tenido la suerte en España de que el despegue de la gastronomía española ha ido asociado a buenos programas de televisión.

Primero fue el naive “Con las manos en la masa” que da para una sonrisa mientras se revisiona, después Arguiñano que con simpatía elevaba unos metros las preparaciones y las presentaciones de la cocina hecha en casa –con razón reseña Arzak la enorme importancia de su colega de promoción-, y por último José Andrés que, con la misma simpatía del vasco y un exceso de verborrea, es capaz de introducir conceptos de alta cocina embebidos en recetas factibles por los simples mortales en sus casas.

La situación actual es, sin embargo, desoladora. Con Arguiñano absolutamente agotado y poco que aportar, sin nuevas aportaciones de José Andrés –aunque algo está grabando-, todo consiste en repeticiones del formato que tan bien le ha ido a Bainet –productora de Carlos Arguiñano- en los últimos diez años. El mejor de todos los clones quizá Pozuelo, profesor de la escuela de hostelería de Madrid, la mayoría infumables.

Pero sin duda la peor noticia ha sido la degradación del Canal Cocina, que hace cinco años apuntaba alto y ofrecía en su parrilla programas de Subijana, Arola o Gallego y que a día de hoy, martes, naufraga en la vulgaridad de un señor que cocina en veinte minutos basándose en productos enlatados del Corte Inglés, extrañas mezclas de crítica/publireportaje a la mejor manera de la Guía del Ocio o una señora insufrible que enseña (¿?) a cocinar a un pobre desgraciado, que Dios sabe por qué, se deja. Hasta Oyarbide sobresale entre semejante mediocridad.

En realidad en la parrilla de Canal Cocina, el único programa que me apetece ver de vez en cuando es el del inglés Jamie Oliver (¿Cuántas especias le puede echar un ser humano a un plato?), que aunque sin grandes capacidades culinarias –por lo que enseña en sus programas- al menos transmite ilusión y te hace sonreír. Para echarse a llorar.

Y mientras la gastronomía patria sigue creciendo.

Llevamos quince años de oro en la cocina española, están pasando cocineros como De la Osa, Berasategui, Arzak o Santamaría, cocineros que han sido desafiados en creatividad y técnica por otra segunda generación que está en su mejor momento y suena de fondo como un runrún, el latido de una tercera oleada que se abre camino a toda velocidad. De todo esto que está pasando, que ha pasado, no hay un No-Do, no hay una constancia televisiva que nos permita revisar cómo hace Manolo ajo arriero, Berasategui su milhojas de anguila ahumada o Arzak el bonito con costra. ¿Alguien recuerda a Luis Irízar o a Urdiain? Pues han sido parte importante en esta película y de ellos queda, con suerte, material escrito.

Y no hablo de una temporada dedicada exclusivamente a un cocinero, me refiero a una documentación de calidad de algunos de los grandes platos de estos autores, que nos permitan conocer y recordar cómo y trabajan, que sean una referencia para la gente que empieza. Un programa que nos de la oportunidad de aprender con las nuevas técnicas y platos de Dacosta, Adúriz, Dani García o Tejedor.

Mientras la transmisión del conocimiento se concentre en congresos entre profesionales, la cultura popular no se verá influenciada por todo este talento; será pura endogamia. Sr. Ansón, compre esta idea y déjese de promocionar programas de cocina hecha en veintidós minutos, que verter una lata en una sartén y añadir rúcola no aporta nada.

De la televisión y los vinos no hablo, que me deprimo.

martes, 11 de septiembre de 2007

Migas 2007

Es tiempo de vendimia, y bajo el pretencioso nombre que encabeza este artículo, quería ofrecer una pincelada de los recuerdos que tengo asociados al comienzo del otoño. En La Mancha la vendimia era parte de la base económica de las familias, cosa seria. Tanto, que se llamaba a los niños a filas para recoger la uva, aunque anduviese bien entrada la temporada escolar, había cosas más importantes que aprender a leer. Los tractores recorrían el pueblo llenos hasta arriba de uva y algunos racimos caían en el suelo manchándolo e impregnándolo de un olor que tardaba en salir semanas. La uva tarda un segundo en caer y una vida en irse de la cabeza, a veces ni eso.

La uva, viniera de la finca que viniera, acababa en un enorme depósito de la cooperativa, no era época en la que se buscara calidad en los productos, más allá de la que derrocharan por sí mismos. Gachas y migas formaban parte de un menú hipercalórico, que permitía al personal llegar al anochecer con la máxima cantidad de uva posible en los capazos. Se pagaba por kilo recogido, así que había que darse maña. Tras diez días intensos los chavales volvían a las clases morenos y con cara de satisfacción, en el fondo, cada cosecha les hacía un poco más hombres y les alejaba un poco más de la escuela y de los maestros; su sueño.

En la actualidad, la mayoría pasamos el día sentados delante de un ordenador y estos excesos calóricos consiguen que nos apriete un poquito más el pantalón. Qué más da.

Utilizaremos una presa ibérica, la presa es la parte del solomillo del cerdo que va pegada a la paleta. Entreverada y sabrosa está muy rica asada, así que la limpiaremos del exceso de grasa externo y después de salpimentarla la doraremos bien en una plancha con un poquito de aceite. Cuando el exterior esté sellado y crujiente, al horno con ella a 130 grados, hasta que el corazón de la pieza esté a 70 grados, busco un punto rosado pero no excesivamente crudo, que no me gusta en el cerdo.

Un pan colon guardado desde dos días antes nos servirá de base para nuestras migas. Lo partiremos en rodajas finas que cortaremos con el cuchillo hasta convertirlas en pequeños trozos redondos, "ruleras" las llaman desde La Hinojosa hasta Las Pedroñeras pasando por Belmonte -precioso pueblo-. Humedecidas y en papel secante pasarán una mala noche en la cocina -la de antes de su muerte-.

En una sartén pondremos tres cucharadas de aceite, un par de rodajas de pimiento choricero y tres o cuatro dientes de ajo cortados bien finos que confitaremos durante un ratito –temperatura del aceite 90 grados, para para que el ajo no se queme y amargue-. Cuando el ajo y el pimiento hayan hecho su trabajo, quizá después de 25 minutos, los retiraremos y subiremos el fuego, añadiendo unas tiras de panceta y chorizo cortado fino, que freiremos procurando extraer toda su grasa; se trata de aromatizar el aceite lo más posible. Utilizaremos la mezcla de las dos grasas (la de cerdo y el aceite) para darle sabor a nuestras migas, salteándolas durante un par de minutos e impregnándolas bien de los jugos, deben requermarse ligeramente y quedar bien crujientes. Al final una puntita de pimentón dulce, que no freiremos más allá de veinte segundos o nos amargará el guiso.

Por último abriremos un huevo por persona y sacaremos las yemas a un plato. Con el microondas a 200 Watios (a mínima potencia), las expondremos a las ondas durante diez o doce segundos. La yema se coagula a 69 grados y es casi toda agua, así que el microondas será muy agresivo (recordemos que lo que calienta es el agua de los alimentos); conviene tener cuidado de no pasarse o la yema estallará. Si no os convence el método, probad a freír los huevos enteros y luego extraer la yema. Creo que fue a Pedro Martino al que le leí que la yema de huevo es una salsa excelente, la utilizaremos para aportar untuosidad al plato.

Presentaremos unas migas, con una yema de huevo rota encima, unos trocitos de panceta, chorizo y ajo y la presa que habremos cortado en buenos tacos. Escoltando la presa, las uvas -mucho mejor si son moscatel, que van a ser el frescor y la dulzura en el bocado.

El plato es poderoso, así que nos pide un vino con personalidad. El Casa Quemada tempranillo del 2003 -19 € -, es un vino de Argamasilla de Alba (Ciudad Real) que mejora decantándolo una hora antes para que saque de dentro la complejidad -su talón de aquiles- que al principio escatima y para que se relaje un poquito; sale de toriles con demasiada fuerza.

Un vino excelente para disfrutar de esta comida y sobremesa de sábado, en la que la luz empieza a caer oblicua, a ser otoñal. Luz de vendimia.