
Cuando me preguntan si la gastronomía me emociona, suelo ser tajante. Disfruto muchísimo de ella, pero no, no me emociona. Calma mi cuerpo, no mi alma. Y con ese ansia la busco, tres veces al día, arañando los límites, hasta la extenuación. Con la pasión de quien todavía no ha encontrado el equilibrio de acidez y dulzor de la reducción perfecta. Y aunque no sean arte, el último pato semisalvaje que disfruté, trinchado al lado de mi mesa, o un tuétano de vaca chorreante de salsa, me hicieron feliz.
Tres veces al día, tan lúdico y placentero como sea capaz. Compartiéndolo, si es posible. Mi alma es otra cosa, dejo las lágrimas para la sobremesa, en las que un buen brandy, el alcohol, aceleren las emociones cuando oigo a Gardel, al leer a Stoker, Faulkner, Fitzgerald, al mirar por los ojos de Coppola.
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