
Ya lo sabías. Llevabas toda la mañana esperando esa llamada y al fin, inevitablemente, suena tu teléfono. Es esa comida que llevas tiempo intentando evitar. Son esos tipos pesados a los que llevas meses dando esquinazo pero que, poco a poco, te han ido cercando hasta acorralarte.
La hora es la de siempre, las dos y media, aunque sabes perfectamente que tendrás que esperar hasta las tres o las tres y cuarto. Como siempre. El lugar es el mismo. Uno de esos del montón que tanto gustan a todos. Uno de esos donde se come de verdad, “sin tonterías”.Pides una caña, quizás una copa de manzanilla abierta hace semanas, oxidada en el mejor de los casos. Luego, los saludos de siempre: “qué bien te veo”, “al mal tiempo buena cara”, “la crisis es para los tontos”, “es este puto gobierno”.
Ya en la mesa el eterno ritual se repite. El líder lleva la voz cantante: “yo nunca leo la carta, mejor que nos recomienden ellos, que son buenos amigos míos”.“Tengo fuera de carta unas gambas rojas y unas cigalas de tronco magníficas”, anuncia el camarero mientras afila su bolígrafo complacido con una clientela tan dócil. “Hombre, unas gambitas, claro. Y un poquito de jamón, pero sólo si es bueno. Lo mejor aquí es la carne a la piedra”. Por supuesto, en el Restaurante Anónimo tienen un buey magnífico, como todos. Paletilla de lechal para los más conservadores. Sólo uno tiene los arrestos de salirse del guión y pide bacalao. “Es por la dieta, ¿sabes?” Y tú sonríes para tus adentros sabedor de que, al menos por esta vez, no pagarás la factura. Que paguen y se jodan, piensas.
Y llega el momento. “¿Blanco?” Tinto, por supuesto. “El blanco sólo le gusta a mi mujer”. “ Lo que está bueno es un rosadito en verano”. “¿Agua? El agua es para las ranas”. Todos ríen. Y la retahíla de tópicos que convierten la conversación en un caos consagrado a la ignorancia: “A mí sólo me gustan los Riberas”. “Rioja ha bajado mucho”. “Tengo un amigo que me ha contado que compran la uva en La Mancha y luego lo embotellan allí”. “En Francia hay mucha tontería. Por un vino que no es ni reserva ni nada te cobran 100 euros. Pero claro, como mandan en la puta unión Europea”. “El cava está tan bueno o mejor que el champán. Yo he probado el Dom Perignon en el Afrodita y eso sabe igual que el Freixenet”. “Los italianos hacen sus vinos con uvas que les mandamos desde aquí”. “Claro, igual que con el aceite de oliva”. “¿Australia? Pero si allí sólo hay canguros”. Suspiras. Tu sonrisa interna se convierte primero en tedio y luego en sufrimiento cuando ves desfilar la etiqueta de siempre, con su “gran reserva” escrito bien grande. “Este vino es cojonudo. A mí me mandan todos los años de la bodega el mismo pero con otra etiqueta. Mañana te mando una botellita”.
La comida transcurre como siempre. Los vendedores, vendiendo. Los compradores, simulando que compran y haciendo creer que tienen el dinero para hacerlo. Y, entre medias, un jamón seco y mal cortado hace horas, unas habitas de bote, ácidas y grasientas, unas gambas achicharradas en la plancha con ese insidioso tufillo a sulfito, unas cigalas insípidas que tuvieron mejores días allá por las costas de Aberdeen antes de que alguien les congelara el alma. Y por fin ese chuletón de ese buey afeminado con complejo de Peter Pan que prefirió quedarse en añojo estabulado y su plato caliente con tocino requemado que se asegurará de que te cambies de traje esta noche. “Todo está cojonudo” espeta el líder. Todos asienten. Incluso tú. “Más vino, coño, que estamos secos”. Te esfuerzas en acabar con esa carne fibrosa y anodina que apenas ha pasado un fin de semana por la cámara y con esas guarniciones de plástico que la acompañan. Sabes que tampoco te librarás del surtido de postres de la casa, de la tarta al whisky “bautizada” con un chorrito de Ballantine’s en el peor de los casos. “Les vamos a servir una copita de PX de la casa”, comenta el dueño como quien te invita a una botella de Chateau d’Iquem. “Como para cobrarlo”, piensas. “El vino dulce es una mierda”, proclama el más joven. Asientes. Es verdad, al menos ese que te han servido lo es. Pero de nuevo sonríes interiormente. Ya queda menos.
El café, las copas, los puros. La conversación siempre gira igual: Legendario o Barceló, de 9 o de 12, Cardhu o Chivas, de 12 o de 21. Alguno pide un gin tonic. “Es que está de moda”. Todos, invariablemente, aplauden la petición del líder de una jarrita con zumo de limón. “Aquí me lo ponen natural, nada de porquerías de bote”. Todos se sirven. Tú lo rechazas discretamente. “¿Seguro que no quieres un purito? Mira que me los trae un amigo de Cuba. De los que sacan a escondidas de las fabricas”. “Coño, hablando de cubanas, luego nos podíamos acercar a tomar la penúltima al Afrodita. Dicen que han traído unas brasileñas acojonantes”. Tres, cuatro rondas. Tópicos, negocios que nunca llegarán. Tiempo perdido.
Miras el reloj impaciente. Y, finalmente, cuando crees que es el momento adecuado, lo dejas caer. “Me tengo que ir”. Sonríes aliviado. “Hombre, no jodas, al menos una copa en el Afrodita”. Te mantienes firme. La factura va a parar al líder que saca su tarjeta de empresa y paga. Quinientos sesenta y dos euros. Deja ocho más de propina. “Jefe, una rondita de la casa, ¿no?”. El camarero, bien enseñado y con su turno excedido hace horas, suspira y rellena otra ronda. Son las siete y media. Las despedidas habituales: “tenemos que vernos más a menudo”, “hay que organizar una todos los meses”, “mañana te llamo”, “te paso un correo”. “Y esa botellita que no se me ha olvidado”. “Sí, sí, quedamos en eso…”
Sonríes esta vez abiertamente. Ha Terminado. Rezas internamente para que los de verde hayan desmontado el control a estas horas. Otra experiencia ¿gastronómica? digna de olvidar.
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