
Esa sensación de secta se incrementa cuando uno es conducido a su celda en esta enorme nave espacial por un pasillo oscuro, apenas iluminado por unas pantallas que muestran plantas y flores silvestres de la región. Una nave rabiosamente moderna pero construida hace veinte años. Tiempo para relajarse, para probar los magníficos refrescos naturales que elabora y etiqueta el propio Bras que abarrotan la nevera. Para curiosear entre los escritos que dejan en la habitación. Para disfrutar del paisaje sereno y descansar.
Cae el sol. Comienza el desfile. Todos se dirigen al comedor acristalado donde se sirve el aperitivo. El atardecer sobre el valle es violeta, espectacular, casi mágico. El viento permanentemente azota las plantas y aleja las nubes de la colina. En la mesa, junto al ventanal, los comensales reciben las instrucciones para su misión: el inmejorable menú para los aperitivos, la carta, la carta de vinos. Comienza el espectáculo. Sólo me interesan los vinos. Lo demás está muy claro: Menú Balade, el largo, por supuesto. Estudio y releo mientras pruebo un sorbo de mi extraordinario Domaine des Chênes L'Oublié Rancio Sec mientras pienso en cómo es posible que Sanlúcar y el Roussillon estén tan cerca. Llegan los primeros bocados: su mítico coque-mouillette en honor a los huevos pasados por agua que le preparaba su madre y la maravillosa tarta fina de setas que hay que probar para creer. Llega el sumiller, excelente, un gran tipo. Corta negociación, preguntas y bromas, algunas instrucciones y paseo hasta el comedor previo paso por la cocina.
El comedor de Bras es luminoso, alargado como el de un barco, amplio, con apenas obstáculos entre las mesas y el valle. Al sentarse, todo está preparado. Las botellas de vino reposan sobre la mesa dispuestas para su apertura, una camarera presenta la trenza de pan y la desgrana con las manos , ayudada de una servilleta. Luego traerán más panes. La mantequilla salada es de otro planeta. Sirven el agua “mejor la de aquí que la mineral”. Simple, con una coreografía estudiada. Impecable.

En la cocina tienen claro a qué vienen la mayoría de los comensales y no se hacen de rogar. El menú comienza con la mítica gargouillou de verduras jóvenes, hierbas y granos. Siempre queda alguna duda con estos platos que alcanzan tanta fama, un cierto temor a la decepción. Ningún atisbo de ello a decir verdad. Es un plato maravilloso que combina cerca de cuarenta elementos distintos, cocidos por separado y en diferentes texturas y reunidos de nuevo en armonía. Un plato fantástico que queda integrado por un ligera velouté de laguiole, un queso local. El cuchillo, de acuerdo con la tradición local, se mantiene a lo largo de toda la comida. Bien por la tradición, mal porque alguno de los platos lleva salsas que lo ensucian. Un detalle minúsculo para quien esto escribe pero algo más de flexibilidad sería de agradecer. A continuación un sorprendente giro en el menú con un San Pedro salteado con mantequilla semi-salada, espárragos verdes – magníficos, como el resto de las verduras a lo largo de la noche – y una vinagreta de huevos y finas hierbas algo desconcertante. Brillante en cierto aspecto, extraño por otro lado. Desubicado quizás. El ritmo desciende, larga espera. Magnífico de nuevo el foie gras “ni frío ni caliente” a la parrilla con un jugo de hierbas locales y flores. Interesantísimo trabajo, difícil de describir. Más riesgo, ciertamente medido, con las primeras alcachofas en un caldo acompañando a un puré de alcachofas con camarones y naranja. Mucho juego dulce-amargo y contraste de temperaturas. Otro parón, esta vez más largo aun, algún problema en cocina. Enorme y sorprendente la endivia rellena de grasa – más bien de una especie de requesón – con piel de leche y un jugo de trufas de Comprégnac. Un plato muy original, distinto, al que las trufas unas algo escasas de sabor le aportaban un punto terráceo peculiar. Impecable el plato de cordero con el que finalizamos la primera parte del menú: la costilla de cordero Allaiton – tremendo, de carne sutil, aromática – asada con su hueso y sus mollejitas con semillas y un jugo perlado de almendras. Pausa.
Carro de quesos locales muy aparente para comenzar la segunda parte. Sin embargo, algún pinchazo inesperado con la conservación de alguno. Nada que reprochar a un Laguiole de 18 meses extraordinario ni al Cabecou del Perigord, excelente. Impropio e indigno de servirse en una mesa de esta categoría un Fourmé d’Ambert azul tremendamente seco que se quedó prácticamente intacto en el plato sin que el jefe de sala o ninguno de los camareros se interesase por él. Parón importante en el servicio. La espera se hace larga. Mucho mejor los postres. Para empezar, el archifamoso coulant de 1981 que en su versión actual se compone de un bizcocho líquido de pan de especias acompañado de un helado de jengibre confitado y regaliz. Delicioso. Sin comparación posible con ninguna de las versiones que he probado antes. El original supera a todos. Refrescante, aunque más convencional, el helado de té verde con ciruela confitado, y algo más pesado el poco logrado milhojas de caramelo y ralladura de naranja con una crema de queso blanco y dátiles y una gelatina de flor de azahar y especias.

Divertido y muy original el carrito de cucuruchos que se sirven a modo de petit fours. Diferentes helados, cremas y frutas que se combinan de forma estudiada y que suponen un magnífico colofón a una gran comida. Y más si se acompañan de un gran café y de un Calvados Adrien Camut Reserve de Semainville Assemblage de 25 años fabuloso.
La carta de vinos de un restaurante como Bras es, lógicamente, extraordinaria. Inabarcable, por tanto. Por ello se hace imprescindible la colaboración de un sumiller competente y Sergio Calderón – argentino – lo es. Conoce su carta, escucha al cliente, asesora en función de los gustos, recomienda y se moja, desaconseja si es necesario. Ni más ni menos de lo que se le debe pedir a un sumiller. De su mano pasamos por un fantástico Domaine Gauby Vielles Vignes 2006 de Cotes du Roussillon – qué grandes vinos blancos elaboran por esta zona - con un potencial enorme, y por un sorprendente Jean Marc Boillot “Les Roques” 2007, un Vin de Pays d’Oc prodigioso, elaborado con Roussanne y que uno podría confundir con uno de los grandes, todo un descubrimiento. Sedoso y elegante el Joseph Drouhin “Clos des Mouches” 2003 del Beaune, uno de esos que no suelen fallar y de los pocos que elabora medias botellas. Un servicio excelente empañado por la necesidad de enfriar un par de grados el vino tinto entre las dudas y malas caras habituales en estos menesteres al norte de los Pirineos.
Es difícil ponerle nota a un servicio – desde luego – lleno de buenos detalles pero en absoluto comparable al de los grandes restaurantes franceses. Leo en sitios especializados que pretende ser un servicio “deliberadamente pausado que invite a la contemplación y la calma”. Casi cuatro horas para un menú de nueve platos me parece algo más que eso. Grandes pausas que rompen el ritmo de la comida, que hacen perder interés al comensal y que obligan a contemporizar el servicio del vino. No me gustó.
Me he tomado mi tiempo para reposar las sensaciones que me produjo Bras. Creo que no cabe duda que Michel Bras es un grandísimo cocinero, un revolucionario, un maestro para alguno de los más grandes. Alguno de sus platos han traspasado los límites temporales y siguen tan audaces y geniales como hace veinte años. Poquísimos cocineros pueden presumir de haber colocado un plato en el imaginario popular de la restauración. Y tampoco hay dudas de que Bras es un destino único, especial. El conjunto es brillante, la experiencia magnífica. Pero, por encima de lugares, atardeceres, detalles, regalos, desayunos y poesías aquí habíamos venido a cenar en uno de los mejores restaurantes del mundo. Y hubo demasiadas lagunas. Quizás Bras se haya convertido más en un negocio, en una experiencia, que en un restaurante. No en vano resulta más sencillo encontrarse en su página de internet con la tienda en línea de cuchillos o mermeladas que con la carta de vinos. Da cierta impresión que el fenómeno Bras ha trascendido su cocina. Laguiole. Aubrac. Un destino por encima de un restaurante. Quizás.
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