domingo, 28 de diciembre de 2008

Los restos del día


En 1962 Marketta y Hans Schilling abrieron un pequeño restaurante en la costa catalana, en la cala de Montjoi. El restaurante, fue creciendo poco a poco hasta que con Jean-Luis Neichel, actualmente en su propio restaurante en Barcelona, consiguió una estrella Michelín. Con la incorporación de Juli Soler en 1981 y Ferrán Adriá en 1984 se forma la columna de un restaurante único: El Bulli.

En su primera época, Ferrán, fue configurando un universo complejo, con un perfeccionamiento técnico extraordinario, ideario que queda documentado en el impresionante “El Bulli. El sabor del Mediterráneo”, uno de los mejores libros de alta cocina clásica de los últimos treinta años, donde partiendo del concepto, desarrolla las recetas. En la segunda parte de los noventa, los inviernos de Cala Montjoi se convierten en un hervidero creativo, un equipo multidisplinar que busca un conocimiento exhaustivo de cada producto, de cada técnica; con las teorías de Hervé This y su cocina molecular como cimientos, sistematiza y perfecciona la tradición, a la vez que va desarrollando nuevas técnicas. Llegan las espumas, las esferificaciones, los nitrógenos y los velos; una visión más lúdica de la cocina que plasma en los juegos y los engaños visuales: nada es lo que parece –play food, morphings- la sorpresa pasa a ser un elemento básico en la performance. En el 2003, El Bulli aparece en la portada del New York Times, “The Nueva Nouvelle Cuisine”.

El mundo fuera de Roses es más duro, cada uno va chupando rueda como puede. Como los niños que juegan al fútbol y quieren ser Zidane, toda una generación de jóvenes y no tan jóvenes cocineros quiere parecerse a Ferrán. Además, los que no se parecen no salen en la foto -cada guerra tiene sus víctimas colaterales- y para lucir guapo, además, conviene especializarse: “el de las brasas”, “el de las temperaturas”o “el del trash cooking”. El fenómeno se extiende por toda España, primero en Madrid y Barcelona, después en el resto de provincias. Los enunciados de los platos no sólo te dicen lo que te vas a comer, sino cómo lo van a hacer; no sólo es un huevo, es un huevo a baja temperatura, no es un pisto, es un pisto deconstruido. Las cartas se llenan de menús de degustación, los platos de velos, de esferificaciones, el rabo de toro está más rico si se cubre por un velo de su jugo y el San Pedro es una delicia porque viene acompañado de falso caviar de sus intestinos.

Pero en el 2009 algo empieza a chirriar, el mensaje no acaba de calar en la gente. Bien por falta de costumbre y curiosidad, bien por puro cansancio, la sorpresa sorprende cada vez menos. Por un lado, el comensal español medio -conservador por naturaleza- no acaba de entender la afirmación más polémica del ideario de Adriá, aquello de que “Todos los productos tienen el mismo valor gastronómico, independientemente de su precio” y asocia su cocina a “platos grandes y raciones pequeñas” -pura nouvelle cuisine-, por otro lado, el cliente más avezado, empieza a mirar las esferificaciones como un niño mira sus juguetes el 9 de enero, algo prehistórico. No conviene olvidar que un fashion victim desprecia las colecciones de años anteriores.

Con Adriá en plena madurez y basándose en el producto más que nunca, con la cocina americana achuchando de lo lindo, algunos vemos que no hay mucho más allá. Y llega la pregunta, ¿Qué es lo que va a quedar de El Bulli? ¿La cocina molecular? Sería tramposo, “La Cocina y los alimentos” de McGee se publicó en 1984 y El Bulli no ha sido ni el primero, ni el único en apoyar la cocina molecular. ¿Sus recetas? Ferrán ha creado platos maravillosos, pero su propia voracidad creativa ha evitado que se conviertan en auténticos clásicos –Escoffier, Bocuse, Arzak o Robuchon sí han dejado esa huella en forma de recetas. ¿Quizá las técnicas? La experiencia dice que no han calado, en pocos años no veremos una sola espuma –quizá la más representativa de las innovaciones- en los platos ¿Procesos, métodos de trabajo, un modelo de negocio? La alta cocina es deficitaria, no parece fácil poder cerrar seis meses un negocio excepto si eres una supernova, el camino del pret-a-porter –bares de tapas, restaurantes B, asesorías, etc- asociado a la alta costura parece abierto pero no completamente definido.

El Bulli le va a dejar a la cocina española un intangible difícil de replicar: la búsqueda constante de creatividad. Excelencia y creatividad, platos que cambian de año en año, temporada y vintage, talento. Pero por encima de lo estrictamente coquinario, la herencia de El Bulli son miles de focos sobre Cala Montjoi y España, horas de televisión y sobre todo una evangelización que ha dado en centenas de vocaciones, la capilarización de la alta cocina que hace que en un pueblo perdido de cualquier provincia española, haya chavales locos por la cocina, que se dejan el alma y la vida en los fogones; ellos son la base de una cultura gastronómica. Nuestro morral para cuando el sol brille menos.

Cuadro que ilustra: Muchacha en la ventana, Salvador Dalí.

Fdo: Anónimo s.XXI.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Cheers

José Maria García fue uno de los primeros periodistas españoles que empezó a utilizar su programa como si fuera un púlpito. Tenía un punto de rebelde, de profeta, de chiflado o de todo a la vez, que a mí me recordaba al Howard Beale de Network llamando a las masas a la rebelión (“estoy más que harto y no pienso seguir soportándolo”). Digno predecesor de José Ramón de la Morena (aunque ya sabéis que polos iguales se repelen) dejó para la posteridad algunas perlas cultivadas, entre ellas aquella de “la mejor televisión del país” referida a RTVE en los años previos a la aparición de las cadenas privadas.

¡La mejor televisión del país!. La tele siempre ha sido un asco, para qué nos vamos a engañar, pero aunque parezca un disparate lo que voy a decir (y sin duda lo es) los tiempos del monopolio televisivo tenían algunas ventajas. Quizás es que ya han pasado muchos años de aquello y con el paso de tiempo los recuerdos mejoran la realidad, pero cuando me sentaba en casa con la familia a ver la tele, ninguno teníamos ganas de cambiar de canal, entre otras cosas porque no había otros, y de este modo veíamos tranquilos las películas de la sobremesa de los sábados o los programas de cine (¿os acordáis de “La clave”, o de aquel que presentaba los sábados por la noche el gran Martín Ferrand?, posiblemente ahí pudo estar el germen de muchas pasiones por el séptimo arte). Otra ventaja es que, como todos veíamos lo mismo, podíamos hablar con los amigos de los programas que habíamos visto. Programas como “El hotel de las mil y una estrellas” de Luís Aguilé, “Sumarísimo” de Valerio Lazarov, los dibujos animados de Naranjito, un informativo presentado por Tico Medina que se llamaba “Las buenas noticias” o cualquiera de las otras cumbres de nuestra programación. Y además, como había tan poca oferta, las pocas cosas de calidad no se nos escapaban. Por ejemplo las series, que ha habido series muy buenas.

Y eso que es muy difícil que las series te enganchen si no las sigues con fidelidad. Cuando, hace ya muchos años, los amigos me avisaron de una serie que acababan de estrenar y que contaba las andanzas de los parroquianos de un bar de Boston, recuerdo que al principio no me pareció gran cosa, pero poco a poco, me fui metiendo en la serie como si fuera un cliente más del bar y me empezaron a parecer entrañables los personajes: ese bebedor compulsivo de cerveza que escucha las historias de un cartero idiotizado; ese barman, ex jugador de béisbol de los Boston Red Sox, ex alcohólico y ligón en ejercicio, que comparte la barra con un ex entrenador que debió recibir en su vida muchos pelotazos en la cabeza; o ese psiquiatra de Seattle llamado Frasier Crane, que luego tuvo continuidad en otra serie, y que era un intelectual presumido y con gustos caros que disfruta de la artes, de los coches de lujo, del vino y de la buena comida.

Y aunque el tratamiento que Frasier y su hermano Niles le dan al vino en su serie deja bastante que desear (copas inadecuadas, botellas de vino en el salón – y teniendo en cuenta la forma que tienen los americanos de utilizar la calefacción, eso puede implicar tomarse un vino a 30º-, o frases que te ponen los pelos de punta como “tengo una botella de Montrachet abierta en mi nevera”) no es a esto a lo quiero referirme, sino a la imagen que se tiene en América de Francia, identificada siempre con los productos de calidad. Porque cuando un americano (bueno esto yo lo extendería a cualquier nacionalidad) quiere burlarse de los aficionados a la gastronomía o hablar de ellos con admiración, siempre empieza a jugar con estereotipos que incluyen necesariamente la mención de platos de nombres rimbombantes en francés. Siempre en francés.

Y eso a los españoles nos molesta bastante, para qué nos vamos a engañar. En España decimos que Parker es injusto con los vinos españoles mientras que mantiene una relación de amor con los vinos franceses; que la Guía Michelín desprecia año tras año a los restaurantes españoles negándoles el reconocimiento que en justicia merecen; que la gastronomía europea se venga de la española reduciéndola al papel de comparsa en prestigiosos concursos como el Bocusse D’Or. Y aunque no sé si estas afirmaciones tienen parte de razón o no, creo que será mejor que no nos refugiemos en el victimismo que tan cómodo resulta a veces y nos empecemos a preguntar, por ejemplo, si no es cierto que los productores españoles debieran ser capaces de catar sus propios vinos algo más críticamente; o acerca de las razones por las que el servicio de sala en los restaurantes españoles está a años luz de los europeos; o sobre si es cierto que los españoles somos malos vendedores de nuestros propios productos. Y quizás también deberíamos volver la mirada hacia nosotros mismos y peguntarnos si no es verdad que, también nosotros, llevamos tiempo mitificando excesivamente nuestra cocina y nuestros vinos y despreciando los productos ajenos.

Huevos con chorizo frente a nouvelle cuisine, Tempranillo frente a Riesling, aceite de oliva frente a cualquier otra grasa… De niños nos decían que no hay que comer con los ojos. Hoy parece que lo hemos olvidado y comemos más con la cultura que con el paladar.