martes, 28 de febrero de 2012

viernes, 18 de noviembre de 2011

Emoción



Escucho esta noche A whiter shade of Pale. Gary Brooker viejo, con los ojos cerrados -él y yo-, aullaba la canción, con la fuerza de quién no va nunca va a tener nada mejor que decir. Tan etílicamente bella, tan vulnerable. Me transportó a nieblas de 40, o quizá 200 años. En algún momento en el que el talento y la ginebra -debieron ser galones- se combinaron para crear algo más de tres minutos de una hermosura descomunal y desordenada.

Cuando me preguntan si la gastronomía me emociona, suelo ser tajante. Disfruto muchísimo de ella, pero no, no me emociona. Calma mi cuerpo, no mi alma. Y con ese ansia la busco, tres veces al día, arañando los límites, hasta la extenuación. Con la pasión de quien todavía no ha encontrado el equilibrio de acidez y dulzor de la reducción perfecta. Y aunque no sean arte, el último pato semisalvaje que disfruté, trinchado al lado de mi mesa, o un tuétano de vaca chorreante de salsa, me hicieron feliz.

Tres veces al día, tan lúdico y placentero como sea capaz. Compartiéndolo, si es posible. Mi alma es otra cosa, dejo las lágrimas para la sobremesa, en las que un buen brandy, el alcohol, aceleren las emociones cuando oigo a Gardel, al leer a Stoker, Faulkner, Fitzgerald, al mirar por los ojos de Coppola.

viernes, 29 de julio de 2011

Mallorca, Puerto Portals y Miguel Arias


Mallorca

Mi primer contacto serio con la cocina mallorquina tuvo lugar de la mano de un compañero de trabajo, inquero, que me llevó a comer a Ca´n Marrón (“Ca´n Brown”, como lo llamaba él), un Celler centenario en el centro de Inca que parecía que se iba a caer a pedazos, donde comí por primera vez un “frit mallorqui” de verdad y un “llom amb coll”, plato para mí desconocido hasta ese momento. Recuerdo mirar aquella carne empaquetada con cierta sorpresa, incluso con cierto escepticismo, aunque aquello sólo fue el preludio del que se convertiría en uno de mis platos favoritos de la isla.

A partir de ese momento comenzó un peregrinaje que me llevó a descubrir, entre otra/os, la llampuga, el dentón (o dentol), el cap roig, el tumbet, las sopas mallorquinas, los esclatasangs, el “arròs brut”, las berenjenas rellenas, los escaldums, la sobrasada de porc negre, el camaiot, el butifarrón, el blanquet, la porcella, el trempò (o “trampó”, como dicen los forasters), la coca de verdura, las panades rellenas de cerdo o de guisantes, los cocarrois de verduras,…

También me aficioné a sus postres. La elaboración de los postres mallorquines gira, en la mayoría de los casos, en torno a dos materias primas: los huevos y las almendras (además del azúcar, claro). Qué buenos los crespells, los robiols, las ensaimadas rellenas de casi cualquier cosa, los bunyols de patata o boniato (que alegran el espíritu en las revetlas), los quartos embatumats, las cocas dulces, la leche de almendra y por supuesto el gatò (almendra, huevos, azúcar, limón y canela en polvo), postre estrella de la gastronomía mallorquina que no puede faltar después de una comida “como toca”.

La cocina mallorquina históricamente se ha dividido en dos grandes bloques: la cocina de las Posesiones o “cuina de possessiò” y la cocina Señorial o “cuina de casa de senyor”, como se le llamaba. Pero las cosas, claro, han cambiado y ahora podemos probar todos esos platos a los que hacía referencia (y otros muchos que se me habrán quedado en el tintero) en muchos restaurantes de la isla.Los postres también podemos conseguirlos en alguna de las muchas panaderías, pastelerías, hornos o “Forns” que hay por toda la isla. Algunos de ellos son una auténtica institución. Y también en Mallorca hay buenos restaurantes de comida “forastera”.
Pues bien, aquí va una rápida relación y una breve descripción de alguno de mis favoritos. No serán imprescindibles… quizás tampoco los mejores… seguro que se me pasan muchos, eso seguro, pero ahora mismo me vienen a la cabeza los siguientes:

Fornalutx – Ca N´antuna - Excelente comida mallorquina, mí preferido en la isla. Menudo arròs brut…

Palma de Mallorca y alrededores - Xoriguer (muy buena carne y excelente tratamiento del bacalao); Es Rebost d´Es Baluard (Cocina mallorquina elaborada de calidad. Joan Torrens, (uno de los grandes); Ca´n Jordi (en Ciutat Jardí, un clásico de pescados y mariscos); Es Bungalow (Ciutat Jardí, buenos arroces y mejor pescado); Rocamar (en el Portixol, también propietarios del Rocamar en Puerto de Andratx, excelentes pescados y mariscos); Patxi (buena cocina vasca).

Para tomarse una copa en Palma, mi preferido es Garito Café (en la Dársena de Ca´n Barbará); también el ambiente del Bar del Hotel Portixol es algo muy importante. Y desde hace un año, el remozado Hostal Cuba Colonial tampoco está nada mal (aparte de estar muy de moda).

De Palma recomendaría por último el Forn La Deliciosa, donde sirven un pan moreno mallorquín que haría las delicias de los amantes del buen “pa amb oli” (ojo con el orden de los ingredientes: aceite, tomàtiga de ramellet restregado en el pan y, por último, la sal) y unas cocas de verduras que quitan el hipo.

Puerto Portals – Flanigan (del que luego hablaremos); Tahini (Japonés del Grupo Cappuccino, muy recomendable); Diablito Food & Music (mis pizzas preferidas, mis vistas favoritas del Puerto y un ambiente chill out que consigue que siempre vuelva).

Puerto Pollença – Los Faroles - su paella, un clásico del Puerto; Club Náutico de Pollença, también con sus arroces.

Lloseta – Santi Taura - Cocina mallorquina tradicional adaptada con mucho acierto. Merece la pena, sin ninguna duda.

Caimari – Ca Na Toneta – Imaginación a la hora de elaborar platos tradicionales con productos de su huerta. Algo tan sencillo y que merece tanto la pena…

Puerto de Andratx – Rocamar - Muy buena selección de arroces y pescados. En este momento prácticamente lo único decente del Puerto. Aquí probé mi primer dentol. También hay un par de gallegos decentes junto a la Iglesia, pero a mí me provocan un poco de flojera…

Inca – Ca´n Amer - Merece la pena aunque sea sólo por visitar un Celler tradicional. Es probablemente el Celler más clásico de la isla. Además, el frit y el llom amb coll magníficos (Es la casa madre de Es Rebost d´Es Baluard de Palma); Ca´n Ripoll (lo dicho para Ca´n Amer, vale casi igual).

Sa Coma – Es Molí d´en Bou - De Tomeu Caldentey está todo dicho.

Escorca (Lluc) – Escorca - Cocina tradicional mallorquina en mitad de la montaña, muy cerca del Santuario de Lluc. A quien le guste las excursiones, aquí tiene premio.

Valldemossa – Ca´n Marió - Un clásico en ese pueblo tan espectacular.

Deià– Ca´n Jaume (un clásico del pueblo) y El Mirador de Na Foradada (éste no tanto ya por la comida, sino por las espectaculares vistas. Junto con las de Cabo Formentor, las más importantes que conozco). En Cala Deià, Ca´s Patró March con unas vistas escandalosas y buen pescado fresco (aunque algo caro).

Puerto de Alcudia – Ca´n Punyetes - Buen pescado en un sitio sencillo.

Alarò – Es Vergè - Muy buen cordero en la falda del Castillo de Alarò.

Sant Elm – Cala Conills - Buen pescado en el Puerto de Sant Elm frente a la isla de Dragonera.

Campos- Playa de Es Trenç – Restaurante Es Trenç – Fabulosos pescados y excelente servicio (Manolo y Eugenio son amigos) a pie de playa. Me quedo con su calamar de potera. Sería capaz de acabar con sus existencias pero que muy rápidamente. En Campos pueblo merece la pena visitar otro Forn, Ca´n Pomar, un clásico en la isla que cuenta también con sucursal en Palma. Es ya la cuarta generación de la familia Pomar la que está al frente de este negocio que vio la luz en el año 1902.

Puerto Portals

Si por Mallorca siento devoción, lo mío por Puerto Portals bien podría denominarse obsesión. Por razones que no vienen al caso, desde el primer día que visité Mallorca siempre he estado muy vinculado a Puerto Portals.

Mi primera copa en la isla la tomé en El Capricho, en aquella época en la que los palmesanos se desplazaban a Puerto Portals de marcha. Ahora ya no es fácil encontrarse con mucho mallorquín y el Puerto estátomado principalmente por turistas y algún obseso como yo.

Puerto Portals me lo he trabajado de arriba a abajo y de derecha a izquierda. Pero sólo hablaré de lo que me gusta.

Me gusta por encima de todo Flanigan, esa cocina de mercado, de calidad, sin pretensiones, sin engaños y de precios ajustados donde Miguel Arias (del que más adelante hablaremos) y todo su equipo en sala (con Bruno a la cabeza)dejan huella de su buen hacer. Estar en Flanigan es estar como en casa. Todo me gusta: los tomates de Javier, el tumbet, el steak tartar, las espinacas al minuto, el lenguado, la merluza y la lubina; las ensaladas, el solomillo, los calamares, el arroz negro, las patatas fritas, la tarta de manzana (que casi nunca sé si la quiero cuando me siento y, claro, al final casi nunca la pido), la tarta Rosita (que no sé qué tiene, pero cuando la terminas podrías cerrar los ojos y estar saboreándola muchos minutos más). No sé cuántas veces he podido estar en Flanigan, pero más de cien a buen seguro. Y no sé cuántas veces volveré a Flanigan, pero muchas, también seguro.

Y si Flanigan me gusta, Diablito Food & Music (o “El Diablito”, como se llamaba antes y así le llamamos todos), me parece ya el invento. Su dueño, un sueco del que no recuerdo el nombre, ha conseguido hacer de una, a priori, pizzería un lugar de obligada visita. Los Nachos Deluxe son algo espectacular. Sus pizzas(Diablito, Pancho Villa, Nº 28 Especial) son las mejores que probablemente he probado. Y desde que hace unos cuatro años abrieran la terraza en el ático del local, creo que puedo decir sin miedo a equivocarme que son las mejores vistas que se pueden tener del Puerto. Todo esto acompañado de un ambiente chill out y de buena música funky. Qué más se puede pedir. A Diablito (y no sólo al local del Puerto, sino a sus franquicias de Santa Ponça, Pollença, Porto Pí y Portixol) he debido ir en más ocasiones que a Flanigan, por una cuestión de factura. Incluso fui una vez al local de la calle Barquillo, en Madrid. Y tengo pendiente visitar su franquicia de Pozuelo.

Tengo algún sentimiento encontrado con Wellies. No sé por qué, y a pesar de que sus hamburguesas me parecen pelotudas (quizás las mejores del Puerto) y cuentan con buenas carnes, no acaba de ser un sitio en el que me sienta cómodo de verdad. Creo no haber ido más de veinte veces en los últimos nueve años a este restaurante y esto, tratándose de Puerto Portals, es síntoma de que no me acaba de convencer.

Cappuccino Grand Café. Hablar del Grupo Cappuccino es hablar de la historia de Juan Picornell, quien abrió en el año 1991 el primer local del grupo, el Cappuccino Palmanova, que aún existe. Desde entonces se ha convertido en una referencia del buen gusto y de la calidad. Han abierto muchos más locales: en Palma, Puerto de Andratx, Pollença, Valldemossa, Valencia, Marbella, Jeddah y Beirut. Y ahora cuentan con un plan de expansión que les llevará por África, Oriente Medio y la India. Son un referente en la isla.

En Cappuccino puedes comer buenas hamburguesas, sándwich club, ensaladas, unos deliciosos llonguets, pa amb oli, buenos postres… todo también sin pretensiones, pero bien elaborado y en un ambiente perfecto. Eso sí, caro. Y si te acercas una noche de verano, Pepe Link (al que también podréis encontrar en Garito Café), unos de los mejores DJ´s que he conocidopincha música en directo hasta la madrugada. Para mi Cappuccino es otro imprescindible. No me cansaré de visitarlo. No quiero cansarme de visitarlo.

Los dueños del Grupo Cappuccino decidieron abrir hace unos años Tahini, un Sushi Bar junto al Cappuccino del Puerto, que se ha convertido en uno de los mejores japos de Mallorca. Espectacular es el roll de langostinos en tempura y el California roll. También te sacuden bien la billetera.

En Puerto Portals hay más sitios, pero ya empiezan a apetecerme menos. Lollo Rosso, un italiano en primera línea que aunque me causó buena impresión, no he repetido como para tener un criterio formado acerca de él. Ritzi también tiene un pase, así como su Ritzi Lounge& Bar. Pero ya estamos hablando de otra cosa.

Otro clásico es Beluga, aunque creo que las decenas de veces que he entrado han sido solo para comprar tabaco. Me ha parecido siempre un sitio “sospechoso”, al igual que Tristán y su bistró.
Por último, hacer mención al antiguo kiosco de prensa en la Plaza del Puerto, que desde hace ya tiempo es el Deli Flanigan. Merece la pena el laterío que ofrecen.

Y en cuanto a postres, sin duda, los que se pueden encontrar en The French Coffee Shop, a la entrada del puerto. Menudosbannofee, tarta de zanahoria y tarta de queso con arándanos. Durante un tiempo fueron los proveedores de todos los locales del Grupo Cappuccino.

Miguel Arias

Bien sabe quien bien me conoce que siento casi más admiración por el Miguel Arias empresario que por la calidad de la comida de los locales que regenta. Y soy un fan de todos ellos.
Hace ya muchos años tuve la oportunidad de conocer el malogrado Las Cuatro Estaciones.

Cuando me trasladé a Mallorca me hice muy fan de Flanigan, he visitado en muchas ocasiones Deli Flanigan y cuando hace unos meses regresé a Madrid, todavía recuerdo aquel día en el que, desde la terraza de un restaurante en La Plaza de La Moraleja comenté: “¡Oye, la terraza de Aspen me recuerda un huevo a Flanigan!”. Una semana después decidí ir a cenar a Aspen (todavía ignorante de la realidad que me esperaba) y caminando entre las mesas de la terraza exclamé: “Coño, estas servilletas, estas mesas de apoyo, aquel mostrador de madera de chopo…. ¡Todo es igual que en Flanigan!”. Pues así era, y así es. Aspen resultaba ser de Miguel Arias. Después me informé, y resultó que Aspen Bar (esto era obvio) y Café Pino también pertenecían a este empresario del frio (y del calor) que ha montado ese “pequeño” grupo de 5/6 locales que conforman la columna vertebral de su (mi) Catálogo.

Pues bien, resulta que el fin de semana pasado, y aprovechando que era más largo de lo habitual, pasé tres días en Mallorca. Aunque tenía mi base en el Puerto de Andratx, pasé gran parte de mi tiempo en Puerto Portals, como no podía ser de otra manera. Y el Lunes, antes de regresar a Madrid, nos acercamos al Puerto con la idea de comer algo rápido en Cappuccino.

Observamos varias mesas frente a un local que llevaba vacío ya más de un año, decidimos acercarnos y cuál fue nuestra sorpresa cuando vimos que habían abierto un nuevo restaurante (“¡un cambio!, ¡una novedad!”, comentamos). Nos acercamos a la puerta y vimos un letrero que rezaba: La Cantina de Puerto Portals. “Pues vale”, pensé. Será un local más de copas de los muchos que abren y cierran regularmente en el Puerto.

Observamos en detalle una carta que colgaba de la pared y, otra vez, exclamé: “¡Coño, esta carta me recuerda mucho a Flanigan!”. No sé qué tengo con los locales de Miguel Arias, pero pienso que los intuyo, que los huelo. Efectivamente, hacía cinco días (exactamente el pasado 20 de Julio) que había abierto sus puertas el nuevo local de Miguel Arias.

La Cantina de Puerto Portals funciona con mesas corridas. Y resulta que Miguel Arias, que por allí andaba, se sentó a comer con su mujer en nuestra mesa. Ahí estaba, con un borrador de la carta tomando notas, cambiando precios, observando todo y a todos los que por allí nos movíamos. Me pareció un hombre correcto, pausado, de mirada inteligente.

Para abreviar, resulta que al cabo de un rato, ya terminando de comer, entablamos conversación los cuatro que allí nos encontrábamos. Le hicimos muy pocas preguntas, le dejamos más hablar a él y la verdad es que resultó una conversación breve, pero muy interesante.

Nos comentó que era la primera vez que había encargado la decoración de uno de sus locales. En este caso había sido Sandra Tarruella, decoradora del Grupo Tragaluz (e hija de la fundadora) la encargada de decorar La Cantina. Sólo tenía dos “exigencias” Miguel Arias: que el techo fuera de cañizo y el suelo interior de micro cemento. El resto lo dejó en manos de ella (también decoradora del Bar Tomate, del nuevo Can Jubany, etc…), basándose en la carta de Café Pino, qué curioso. Creo que ha sido todo un acierto.

“La carta en este momento es un calco de la carta de Café Pino”, nos dijo.“Abel ha pasado unas semanas en Café Pino para empaparse de su funcionamiento” (señalar que la carta de Café Pino se compone de varios entrantes sencillos, ensaladas, pizzas, molletes, sándwiches y pastas, básicamente).

Le preguntamos por qué creía él que Gorki, su antecesor en ese local, había resultado un fracaso. “Le tengo mucho cariño a Iván y a su padre”, nos dijo, “pero comer a base de latas… da pereza. Cuando Iván venía a pedirme consejo sobre qué hacer con Gorki, ya que no funcionaba, yo le decía: chico, pues cambia de concepto”.

También nos dijo que la idea original era que el local se llamara La Cantina Poc a Poc, pero que le pareció muy largo. Yo no lo entendí muy bien, aunque tampoco pregunté, ya que el nombre actual es más largo todavía, pero la verdad, más que largo me hubiera parecido además un nombre muy malo. Siempre he pensado que en Puerto Portals no se debe llamar a ningún local con un nombre que contenga referencias mallorquinas, al igual que siempre he pensado que Gorki fracasó, además de por su afición al laterío, en parte por su nombre, que echaba para atrás. Puede sonar raro esto que digo, pero es algo que he tenido siempre muy claro.

Nos contó que su carpintero de toda la vida, ya fallecido, era quien le había proporcionado los mostradores de madera de chopo que presiden la entrada de Aspen y de Flanigan. Y que su hija, que ahora lleva el negocio, le había regalado la antigua mesa de trabajo de su padre que sirve de barra de apoyo en la terraza de La Cantina. Muy auténtica y muy trabajada. “Como su padre viera esto, no le haría mucha gracia”, dijo.

También han puesto unas estanterías a modo de herbolario que, según nos dijo, “están gustando mucho”. A mí, la verdad, me resultaron intrascendentes.

Nos presentó a su mujer, una Señora. Nos presentamos, se despidió muy amable y cuando al cabo de un rato pedimos la cuenta nos dijeron: “El Señor Arias les ha invitado”. Un placer, como no.


No comimos mal. Unos nachos con queso y guacamole, algo flojos, y a los que según nos dijeron estaban todavía trabajándoles el punto, ya que habían cambiado tres veces en una semana. Unos calamares muy buenos y unos huevos fritos con jamón y patatas fritas que fueron lo mejor.

Después de aquello nos tomamos un Gin Tónic en Cappuccino. Y un rato más tarde, vuelta a la realidad madrileña.

Afortunadamente nos queda La Plaza de La Moraleja, ese Puerto Portals de secano que pienso también trabajarme de arriba a abajo… y de derecha a izquierda. Es que soy muy “caparrut”…

viernes, 6 de mayo de 2011

Bras Abril 2011

Llegar a Bras es algo único. Así de claro. Tomar la carretera que serpentea desde Rodez hasta Laguiole, pasar el castillo de Espalion, encaramado en la colina, vigía del tiempo. Atravesar el pueblo y sus famosas cuchillerías, ascender por los prados de pastos apacibles, tomar el pequeño camino que anuncia un discreto cartel y que conduce hasta el destino. Y, de repente, en lo alto de la colina, encontrarse con esa suerte de nave espacial, de elemento arquitectónico tan absolutamente ajeno al entorno que lo rodea pero que, sin embargo, de alguna manera encaja allí. Con todo el Aubrac a tus pies, rodeado de la mayor diversidad de flores y plantas silvestres de Europa. Coincide uno allí con otros peregrinos: unos que llegan, otros que deambulan despistados después del banquete, los más que curiosean por los alrededores. Sensación de secta. No olvidemos que Michel Bras fue un pionero del “gastrodestino”. Uno de los primeros que se atrevió a sacar su restaurante de una ciudad y llevárselo al medio de la nada. Le auguraron todo tipo de desgracias. Hoy en día su comedor sigue abarrotado en dos servicios diarios ocho meses al año.

Esa sensación de secta se incrementa cuando uno es conducido a su celda en esta enorme nave espacial por un pasillo oscuro, apenas iluminado por unas pantallas que muestran plantas y flores silvestres de la región. Una nave rabiosamente moderna pero construida hace veinte años. Tiempo para relajarse, para probar los magníficos refrescos naturales que elabora y etiqueta el propio Bras que abarrotan la nevera. Para curiosear entre los escritos que dejan en la habitación. Para disfrutar del paisaje sereno y descansar.


Cae el sol. Comienza el desfile. Todos se dirigen al comedor acristalado donde se sirve el aperitivo. El atardecer sobre el valle es violeta, espectacular, casi mágico. El viento permanentemente azota las plantas y aleja las nubes de la colina. En la mesa, junto al ventanal, los comensales reciben las instrucciones para su misión: el inmejorable menú para los aperitivos, la carta, la carta de vinos. Comienza el espectáculo. Sólo me interesan los vinos. Lo demás está muy claro: Menú Balade, el largo, por supuesto. Estudio y releo mientras pruebo un sorbo de mi extraordinario Domaine des Chênes L'Oublié Rancio Sec mientras pienso en cómo es posible que Sanlúcar y el Roussillon estén tan cerca. Llegan los primeros bocados: su mítico coque-mouillette en honor a los huevos pasados por agua que le preparaba su madre y la maravillosa tarta fina de setas que hay que probar para creer. Llega el sumiller, excelente, un gran tipo. Corta negociación, preguntas y bromas, algunas instrucciones y paseo hasta el comedor previo paso por la cocina.

El comedor de Bras es luminoso, alargado como el de un barco, amplio, con apenas obstáculos entre las mesas y el valle. Al sentarse, todo está preparado. Las botellas de vino reposan sobre la mesa dispuestas para su apertura, una camarera presenta la trenza de pan y la desgrana con las manos , ayudada de una servilleta. Luego traerán más panes. La mantequilla salada es de otro planeta. Sirven el agua “mejor la de aquí que la mineral”. Simple, con una coreografía estudiada. Impecable.


En la cocina tienen claro a qué vienen la mayoría de los comensales y no se hacen de rogar. El menú comienza con la mítica gargouillou de verduras jóvenes, hierbas y granos. Siempre queda alguna duda con estos platos que alcanzan tanta fama, un cierto temor a la decepción. Ningún atisbo de ello a decir verdad. Es un plato maravilloso que combina cerca de cuarenta elementos distintos, cocidos por separado y en diferentes texturas y reunidos de nuevo en armonía. Un plato fantástico que queda integrado por un ligera velouté de laguiole, un queso local. El cuchillo, de acuerdo con la tradición local, se mantiene a lo largo de toda la comida. Bien por la tradición, mal porque alguno de los platos lleva salsas que lo ensucian. Un detalle minúsculo para quien esto escribe pero algo más de flexibilidad sería de agradecer. A continuación un sorprendente giro en el menú con un San Pedro salteado con mantequilla semi-salada, espárragos verdes – magníficos, como el resto de las verduras a lo largo de la noche – y una vinagreta de huevos y finas hierbas algo desconcertante. Brillante en cierto aspecto, extraño por otro lado. Desubicado quizás. El ritmo desciende, larga espera. Magnífico de nuevo el foie gras “ni frío ni caliente” a la parrilla con un jugo de hierbas locales y flores. Interesantísimo trabajo, difícil de describir. Más riesgo, ciertamente medido, con las primeras alcachofas en un caldo acompañando a un puré de alcachofas con camarones y naranja. Mucho juego dulce-amargo y contraste de temperaturas. Otro parón, esta vez más largo aun, algún problema en cocina. Enorme y sorprendente la endivia rellena de grasa – más bien de una especie de requesón – con piel de leche y un jugo de trufas de Comprégnac. Un plato muy original, distinto, al que las trufas unas algo escasas de sabor le aportaban un punto terráceo peculiar. Impecable el plato de cordero con el que finalizamos la primera parte del menú: la costilla de cordero Allaiton – tremendo, de carne sutil, aromática – asada con su hueso y sus mollejitas con semillas y un jugo perlado de almendras. Pausa.


Carro de quesos locales muy aparente para comenzar la segunda parte. Sin embargo, algún pinchazo inesperado con la conservación de alguno. Nada que reprochar a un Laguiole de 18 meses extraordinario ni al Cabecou del Perigord, excelente. Impropio e indigno de servirse en una mesa de esta categoría un Fourmé d’Ambert azul tremendamente seco que se quedó prácticamente intacto en el plato sin que el jefe de sala o ninguno de los camareros se interesase por él. Parón importante en el servicio. La espera se hace larga. Mucho mejor los postres. Para empezar, el archifamoso coulant de 1981 que en su versión actual se compone de un bizcocho líquido de pan de especias acompañado de un helado de jengibre confitado y regaliz. Delicioso. Sin comparación posible con ninguna de las versiones que he probado antes. El original supera a todos. Refrescante, aunque más convencional, el helado de té verde con ciruela confitado, y algo más pesado el poco logrado milhojas de caramelo y ralladura de naranja con una crema de queso blanco y dátiles y una gelatina de flor de azahar y especias.


Divertido y muy original el carrito de cucuruchos que se sirven a modo de petit fours. Diferentes helados, cremas y frutas que se combinan de forma estudiada y que suponen un magnífico colofón a una gran comida. Y más si se acompañan de un gran café y de un Calvados Adrien Camut Reserve de Semainville Assemblage de 25 años fabuloso.

La carta de vinos de un restaurante como Bras es, lógicamente, extraordinaria. Inabarcable, por tanto. Por ello se hace imprescindible la colaboración de un sumiller competente y Sergio Calderón – argentino – lo es. Conoce su carta, escucha al cliente, asesora en función de los gustos, recomienda y se moja, desaconseja si es necesario. Ni más ni menos de lo que se le debe pedir a un sumiller. De su mano pasamos por un fantástico Domaine Gauby Vielles Vignes 2006 de Cotes du Roussillon – qué grandes vinos blancos elaboran por esta zona - con un potencial enorme, y por un sorprendente Jean Marc Boillot “Les Roques” 2007, un Vin de Pays d’Oc prodigioso, elaborado con Roussanne y que uno podría confundir con uno de los grandes, todo un descubrimiento. Sedoso y elegante el Joseph Drouhin “Clos des Mouches” 2003 del Beaune, uno de esos que no suelen fallar y de los pocos que elabora medias botellas. Un servicio excelente empañado por la necesidad de enfriar un par de grados el vino tinto entre las dudas y malas caras habituales en estos menesteres al norte de los Pirineos.

Es difícil ponerle nota a un servicio – desde luego – lleno de buenos detalles pero en absoluto comparable al de los grandes restaurantes franceses. Leo en sitios especializados que pretende ser un servicio “deliberadamente pausado que invite a la contemplación y la calma”. Casi cuatro horas para un menú de nueve platos me parece algo más que eso. Grandes pausas que rompen el ritmo de la comida, que hacen perder interés al comensal y que obligan a contemporizar el servicio del vino. No me gustó.

Me he tomado mi tiempo para reposar las sensaciones que me produjo Bras. Creo que no cabe duda que Michel Bras es un grandísimo cocinero, un revolucionario, un maestro para alguno de los más grandes. Alguno de sus platos han traspasado los límites temporales y siguen tan audaces y geniales como hace veinte años. Poquísimos cocineros pueden presumir de haber colocado un plato en el imaginario popular de la restauración. Y tampoco hay dudas de que Bras es un destino único, especial. El conjunto es brillante, la experiencia magnífica. Pero, por encima de lugares, atardeceres, detalles, regalos, desayunos y poesías aquí habíamos venido a cenar en uno de los mejores restaurantes del mundo. Y hubo demasiadas lagunas. Quizás Bras se haya convertido más en un negocio, en una experiencia, que en un restaurante. No en vano resulta más sencillo encontrarse en su página de internet con la tienda en línea de cuchillos o mermeladas que con la carta de vinos. Da cierta impresión que el fenómeno Bras ha trascendido su cocina. Laguiole. Aubrac. Un destino por encima de un restaurante. Quizás.

lunes, 4 de abril de 2011

Algún punto de la comunidad murciana. Octubre de 2006.

Ya lo sabías. Llevabas toda la mañana esperando esa llamada y al fin, inevitablemente, suena tu teléfono. Es esa comida que llevas tiempo intentando evitar. Son esos tipos pesados a los que llevas meses dando esquinazo pero que, poco a poco, te han ido cercando hasta acorralarte.

La hora es la de siempre, las dos y media, aunque sabes perfectamente que tendrás que esperar hasta las tres o las tres y cuarto. Como siempre. El lugar es el mismo. Uno de esos del montón que tanto gustan a todos. Uno de esos donde se come de verdad, “sin tonterías”.Pides una caña, quizás una copa de manzanilla abierta hace semanas, oxidada en el mejor de los casos. Luego, los saludos de siempre: “qué bien te veo”, “al mal tiempo buena cara”, “la crisis es para los tontos”, “es este puto gobierno”.

Ya en la mesa el eterno ritual se repite. El líder lleva la voz cantante: “yo nunca leo la carta, mejor que nos recomienden ellos, que son buenos amigos míos”.“Tengo fuera de carta unas gambas rojas y unas cigalas de tronco magníficas”, anuncia el camarero mientras afila su bolígrafo complacido con una clientela tan dócil. “Hombre, unas gambitas, claro. Y un poquito de jamón, pero sólo si es bueno. Lo mejor aquí es la carne a la piedra”. Por supuesto, en el Restaurante Anónimo tienen un buey magnífico, como todos. Paletilla de lechal para los más conservadores. Sólo uno tiene los arrestos de salirse del guión y pide bacalao. “Es por la dieta, ¿sabes?” Y tú sonríes para tus adentros sabedor de que, al menos por esta vez, no pagarás la factura. Que paguen y se jodan, piensas.

Y llega el momento. “¿Blanco?” Tinto, por supuesto. “El blanco sólo le gusta a mi mujer”. “ Lo que está bueno es un rosadito en verano”. “¿Agua? El agua es para las ranas”. Todos ríen. Y la retahíla de tópicos que convierten la conversación en un caos consagrado a la ignorancia: “A mí sólo me gustan los Riberas”. “Rioja ha bajado mucho”. “Tengo un amigo que me ha contado que compran la uva en La Mancha y luego lo embotellan allí”. “En Francia hay mucha tontería. Por un vino que no es ni reserva ni nada te cobran 100 euros. Pero claro, como mandan en la puta unión Europea”. “El cava está tan bueno o mejor que el champán. Yo he probado el Dom Perignon en el Afrodita y eso sabe igual que el Freixenet”. “Los italianos hacen sus vinos con uvas que les mandamos desde aquí”. “Claro, igual que con el aceite de oliva”. “¿Australia? Pero si allí sólo hay canguros”. Suspiras. Tu sonrisa interna se convierte primero en tedio y luego en sufrimiento cuando ves desfilar la etiqueta de siempre, con su “gran reserva” escrito bien grande. “Este vino es cojonudo. A mí me mandan todos los años de la bodega el mismo pero con otra etiqueta. Mañana te mando una botellita”.

La comida transcurre como siempre. Los vendedores, vendiendo. Los compradores, simulando que compran y haciendo creer que tienen el dinero para hacerlo. Y, entre medias, un jamón seco y mal cortado hace horas, unas habitas de bote, ácidas y grasientas, unas gambas achicharradas en la plancha con ese insidioso tufillo a sulfito, unas cigalas insípidas que tuvieron mejores días allá por las costas de Aberdeen antes de que alguien les congelara el alma. Y por fin ese chuletón de ese buey afeminado con complejo de Peter Pan que prefirió quedarse en añojo estabulado y su plato caliente con tocino requemado que se asegurará de que te cambies de traje esta noche. “Todo está cojonudo” espeta el líder. Todos asienten. Incluso tú. “Más vino, coño, que estamos secos”. Te esfuerzas en acabar con esa carne fibrosa y anodina que apenas ha pasado un fin de semana por la cámara y con esas guarniciones de plástico que la acompañan. Sabes que tampoco te librarás del surtido de postres de la casa, de la tarta al whisky “bautizada” con un chorrito de Ballantine’s en el peor de los casos. “Les vamos a servir una copita de PX de la casa”, comenta el dueño como quien te invita a una botella de Chateau d’Iquem. “Como para cobrarlo”, piensas. “El vino dulce es una mierda”, proclama el más joven. Asientes. Es verdad, al menos ese que te han servido lo es. Pero de nuevo sonríes interiormente. Ya queda menos.

El café, las copas, los puros. La conversación siempre gira igual: Legendario o Barceló, de 9 o de 12, Cardhu o Chivas, de 12 o de 21. Alguno pide un gin tonic. “Es que está de moda”. Todos, invariablemente, aplauden la petición del líder de una jarrita con zumo de limón. “Aquí me lo ponen natural, nada de porquerías de bote”. Todos se sirven. Tú lo rechazas discretamente. “¿Seguro que no quieres un purito? Mira que me los trae un amigo de Cuba. De los que sacan a escondidas de las fabricas”. “Coño, hablando de cubanas, luego nos podíamos acercar a tomar la penúltima al Afrodita. Dicen que han traído unas brasileñas acojonantes”. Tres, cuatro rondas. Tópicos, negocios que nunca llegarán. Tiempo perdido.

Miras el reloj impaciente. Y, finalmente, cuando crees que es el momento adecuado, lo dejas caer. “Me tengo que ir”. Sonríes aliviado. “Hombre, no jodas, al menos una copa en el Afrodita”. Te mantienes firme. La factura va a parar al líder que saca su tarjeta de empresa y paga. Quinientos sesenta y dos euros. Deja ocho más de propina. “Jefe, una rondita de la casa, ¿no?”. El camarero, bien enseñado y con su turno excedido hace horas, suspira y rellena otra ronda. Son las siete y media. Las despedidas habituales: “tenemos que vernos más a menudo”, “hay que organizar una todos los meses”, “mañana te llamo”, “te paso un correo”. “Y esa botellita que no se me ha olvidado”. “Sí, sí, quedamos en eso…

Sonríes esta vez abiertamente. Ha Terminado. Rezas internamente para que los de verde hayan desmontado el control a estas horas. Otra experiencia ¿gastronómica? digna de olvidar.

jueves, 14 de octubre de 2010

Nikkei 225 test

Agazapado durante estos últimos años tras las barras de los exitosos imperios Kabuki y Sushi Bar, Luis Arévalo ha sabido aprovechar su momento para dar el salto hacia la mayoría de edad.

Ha bastado su desaparición durante un par de meses de la escena madrileña para que muchos de sus incondicionales seguidores intuyeran que algo estaba tramando. La respuesta se llama Nikkei 225. Pocos restaurantes han generado una expectación tan grande entre los sushívoros de la capital, que ya son legión. El escenario: un local espectacular en la calle Fernando El Santo, semiesquina con Paseo de la Castellana. Intachable la decoración, un híbrido entre un teatrillo art noveau y ambientes que recuerdan direcciones artísticas de Stanley Kubrick o Vincenzo Natali. Podrá gustar más o menos, pero es innegable su personalidad y marca una distancia con la corriente minimalista imperante. En ese sentido, cabe destacar el buen hacer del estudio de García de Vinuesa para proyectar una geometría imposible a priori, con dos salones separados por un prolongado pasillo. Un galimatías resuelto con inteligencia rompiendo la excesiva longitud del corredor mediante elementos visuales rítmicos y convirtiendo ese pasillo en una de las señas de identidad del local. Manierismo del bueno.

No sé si premeditadamente o no, pero esta declaración de intenciones en lo arquitectónico se ha trasladado a lo gastronómico. Si Arnold Hauser levantara la cabeza hablaría de gastromanierismo, de búsqueda del equilibrio entre la armonía del producto y la trasgresión de lo clásico; creación, no imitación. La relación entre tradición e innovación es materia que ha de resolverse mediante la inteligencia. Y si algo sobra en la cocina de Nikkei es inteligencia.

Por lo pronto nadie podrá acusar al nuevo Nikkei 225 de plagiar a los restaurantes de cocina japonesa en boga, a los asiáticos fusionados trendy, a los cañí-fusión o a los chinos para chinos y no tan chinos. Porque aquí no sólo encontraremos los sushis, nigiris y makis imaginativos a los que nos tiene acostumbrados Luis Arévalo; sus tartares acebichados o cebiches atartarados y esa habilidad innata para incorporar ingredientes de las cocinas japonesa, peruana y española. La cocina no se reduce a un sushiman y una “zona de calientes” marginal. La cocina en Nikkei 225 es sushiman, sí, pero es Cocina con mayúsculas.

Un delicadísimo tartar de salmón con chimichurri sobre papa frita, la perfecta tempura de cocochas con salsa de berberechos, el carabinero en sashimi con yuca y quinoa, su bacalao con erizo y berberecho, las carrilleras con salsa teriyaki, los adictivos yakitoris de pollo y langostino, un espectacular gunkan de tartar de vieiras con salsa huancaína y crujiente de algas; o unas monumentales y adictivas albóndigas de rabo de toro en salsa teriyaki, candidatas sin duda al premio Tupperware de Oro del año. Conceptualmente toda la evolución de la cocina de Arévalo queda compendiada en su nigiri de pez mantequilla con salsa de anticucho, fusión en estado puro, un monumento a la simplicidad, pero que reúne en un centímetro cuadrado todo su complejo universo creativo.

Otro acierto es el esfuerzo por consolidar una carta de postres propios, todos ellos muy personales. Entre todos ellos, destacar, conmocionado, el suspiro limeño con helado de haba tonka. No traten de llamar a Häagen Dazs para que lo incorpore en su catálogo. Ya lo hice yo.

Pieza clave en la concepción de Nikkei es Lai Rueda, al que todos conocerán por su paso por los más conocidos asiáticos de Madrid. Aquí le encontramos desarrollando una dirección de sala impecable. Profesionalidad y siempre una buena cara, algo tan elemental pero tan extraño de encontrar hoy en día. Él es el responsable de una carta de vinos descomunal a la altura del proyecto y que merecería un capítulo aparte. Orgiástica. Pero también es el responsable de todos esos intangibles que terminan haciendo que toda una maquinaria como ésta funcione.

La libertad creativa que se le ha otorgado a Luis Arévalo es plena, todo un acierto por parte de los socios de este proyecto, gente ajena a este circo de lo gastronómico, pero que han demostrado un gran sentido común y buen ojo en la elección de sus compañeros de viaje. Si alguno dudaba del talento de Luis o su capacidad para hacerse con el timón de una cocina de nivel, aquí está la prueba. Para los rezagados, para los incrédulos e incluso para los que siempre hemos diagnosticado en él todos los síntomas de la genialidad, ha nacido una estrella.

Nikkei 225.
Paseo de la Castellana, 15 esquina c/Fernando el Santo

Tfno 91 3190390

jueves, 10 de diciembre de 2009

La cesta del 2009

Reconozcamos que a todos nos daba gustirrinín. Sí, ese momento de fraternidad, de amistad entre colegas, compañeros de trabajo, casi diría que amigos. Era todo un ritual: primero crecía como una seta un árbol de Navidad sostenible en cada planta; esto es, de plástico y con adornos dorados, sin ese espumillón tan vulgar que señala a los árboles de Navidad pasados de moda. Unos días después, en recepción, el guardia jurado se desplazaba unos metros para dejar paso al nacimiento, en el que destacaba un niño Jesús godzillesco, de un tamaño aproximadamente diez veces mayor que el ángel, que a su lado parecía una mosca con rizos.

Y por fin, como petardazo final, se celebraba un cóctel con su correspondiente recogida de regalos. Qué orgullosos recogíamos cada año nuestra cesta fusiliforme, con el estómago empapado de Ederra, en el que flotaban canapés descongelados de salmón y huevas de lumpo. En la estampida vacacional huíamos con una sonrisa en la boca que le anunciaba al mundo que aquello era un jamón, sin importarnos tropezar con cada esquina y espinilla que se nos presentara por el camino. Al fin y al cabo, qué diablos, éramos unos tipos con suerte.

He superado la ausencia de Martes y Trece, e incluso he asumido que les sustituyan los Morancos, sin embargo, no se me hubiera ocurrido siquiera imaginar unas Navidades sin la pata del cerdo curado. Y no es que valiera mucho el ejemplar en cuestión, solía salir soso, crudo y sin veta, casi como el mensaje del rey de cada Nochebuena. Aún así yo lo ponía en la encimera principal de mi cocina como el sargento lleva sus estrellas en el uniforme, ese “no sabéis cómo me respeta mi jefe” subliminal en forma de gorrino.

Pero este año algo nos llamó la atención: había dos tipos de cestas diferentes, unas pocas alargadas apenas asomaban entre decenas de cajones de cartón vulgar envueltos con un lazo hortera. Por orden alfabético el conserje nos fue llamando, humillando más bien; a la tropa, claro está, le tocaba la versión nueva, esa cosa rara que me temía iba a suponer la mofa y befa de mi familia política -siempre tan cruel recordándome que debí haber hecho oposiciones. Los damnificados, avergonzados y con gesto serio soportamos la burla en los ojos de la minoría de caja alargadas. Ni siquiera les quitamos el lazo y, sin apenas mirarnos, abandonamos la cafetería musitando un lacónico, casi trágico, "que paséis buena noche".

Dos latas de fabada Litoral, una caja de turrón La Bruja blando extra, una botella de vermut Valdepablo, una lata de espárragos Fiesta Nacional -de 4 a 6 unidades- y media botella de cava semiseco Rondel Oro. El peor rejonazo llegó cuando descubrí que también incluía una bolsita con doscientos gramos de chorizo, jamón y lomo envasados al vacío; dudo que George Bailey se sintiera más triste que yo en Qué bello es vivir. En casa mi mujer, siempre tan comprensiva, hizo hueco en la cocina retirando discretamente el jamonero que, en el trastero, parece una máquina para torturar; tuercas, hierro y madera que ya no pellizcan carne.

Este año, el pequeño foco de luz blanca, ilumina un mar de encimera sobre el que flota un sobre de chacina ibérica que nadie se atreve a a abrir.

Cuadro que ilustra: Luckyfella- Real cool cat de Blue Hipster.