
Y por fin, como petardazo final, se celebraba un cóctel con su correspondiente recogida de regalos. Qué orgullosos recogíamos cada año nuestra cesta fusiliforme, con el estómago empapado de Ederra, en el que flotaban canapés descongelados de salmón y huevas de lumpo. En la estampida vacacional huíamos con una sonrisa en la boca que le anunciaba al mundo que aquello era un jamón, sin importarnos tropezar con cada esquina y espinilla que se nos presentara por el camino. Al fin y al cabo, qué diablos, éramos unos tipos con suerte.
He superado la ausencia de Martes y Trece, e incluso he asumido que les sustituyan los Morancos, sin embargo, no se me hubiera ocurrido siquiera imaginar unas Navidades sin la pata del cerdo curado. Y no es que valiera mucho el ejemplar en cuestión, solía salir soso, crudo y sin veta, casi como el mensaje del rey de cada Nochebuena. Aún así yo lo ponía en la encimera principal de mi cocina como el sargento lleva sus estrellas en el uniforme, ese “no sabéis cómo me respeta mi jefe” subliminal en forma de gorrino.
Pero este año algo nos llamó la atención: había dos tipos de cestas diferentes, unas pocas alargadas apenas asomaban entre decenas de cajones de cartón vulgar envueltos con un lazo hortera. Por orden alfabético el conserje nos fue llamando, humillando más bien; a la tropa, claro está, le tocaba la versión nueva, esa cosa rara que me temía iba a suponer la mofa y befa de mi familia política -siempre tan cruel recordándome que debí haber hecho oposiciones. Los damnificados, avergonzados y con gesto serio soportamos la burla en los ojos de la minoría de caja alargadas. Ni siquiera les quitamos el lazo y, sin apenas mirarnos, abandonamos la cafetería musitando un lacónico, casi trágico, "que paséis buena noche".
Dos latas de fabada Litoral, una caja de turrón La Bruja blando extra, una botella de vermut Valdepablo, una lata de espárragos Fiesta Nacional -de 4 a 6 unidades- y media botella de cava semiseco Rondel Oro. El peor rejonazo llegó cuando descubrí que también incluía una bolsita con doscientos gramos de chorizo, jamón y lomo envasados al vacío; dudo que George Bailey se sintiera más triste que yo en Qué bello es vivir. En casa mi mujer, siempre tan comprensiva, hizo hueco en la cocina retirando discretamente el jamonero que, en el trastero, parece una máquina para torturar; tuercas, hierro y madera que ya no pellizcan carne.
Este año, el pequeño foco de luz blanca, ilumina un mar de encimera sobre el que flota un sobre de chacina ibérica que nadie se atreve a a abrir.
Cuadro que ilustra: Luckyfella- Real cool cat de Blue Hipster.
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