viernes, 18 de noviembre de 2011

Emoción



Escucho esta noche A whiter shade of Pale. Gary Brooker viejo, con los ojos cerrados -él y yo-, aullaba la canción, con la fuerza de quién no va nunca va a tener nada mejor que decir. Tan etílicamente bella, tan vulnerable. Me transportó a nieblas de 40, o quizá 200 años. En algún momento en el que el talento y la ginebra -debieron ser galones- se combinaron para crear algo más de tres minutos de una hermosura descomunal y desordenada.

Cuando me preguntan si la gastronomía me emociona, suelo ser tajante. Disfruto muchísimo de ella, pero no, no me emociona. Calma mi cuerpo, no mi alma. Y con ese ansia la busco, tres veces al día, arañando los límites, hasta la extenuación. Con la pasión de quien todavía no ha encontrado el equilibrio de acidez y dulzor de la reducción perfecta. Y aunque no sean arte, el último pato semisalvaje que disfruté, trinchado al lado de mi mesa, o un tuétano de vaca chorreante de salsa, me hicieron feliz.

Tres veces al día, tan lúdico y placentero como sea capaz. Compartiéndolo, si es posible. Mi alma es otra cosa, dejo las lágrimas para la sobremesa, en las que un buen brandy, el alcohol, aceleren las emociones cuando oigo a Gardel, al leer a Stoker, Faulkner, Fitzgerald, al mirar por los ojos de Coppola.