
Abraham se esconde detrás de un sombrero y un verbo florido. Jamás hubiera reconocido a la persona detrás de los textos, quizá por la timidez, quizá por esa socarronería que en persona es mucho más evidente que en las palabras. Detrás de todo ello hay un tremendo gourmet con sensibilidad que, como no puede ser de otra manera, da lugar a un cocinero de primer nivel.
Vale, no está de moda, vale, no es un tipo dócil. Pero es que en Viridiana se come maravillosamente. Los embutidos que de tanto en tanto se trae de Can Ravell, sus huevos con crema de hongos y trufa, la carne de toro de lidia del encaste Domeq-Jandilla, sea en brocheta o en carpaccio, las impresionantes croquetas de oveja latxa -la misma con la que se hace el maravilloso Ossau Iraty y las que él dice que "con total inmodestia son las mejores del mundo"-, el foie ahumado en madera de arce con chutney de naranjas amargas y sauternes, el impresionante gazpacho con fresones y arenque del Báltico, las lentejas estofadas al curry, sus platos de cerdo -la presa, como nadie-, los caracoles a la "llauna" -los mejores que haya tomado-, sus risottos, la caza, los quesos , la inmensa carta de vinos, los mejores destilados.
Comer en Viridiana es una fiesta, es una liturgia, es la gastronomía en mayúsculas, va del aperitivo al puro y al destilado, son las cuatro mejores horas que se venden en Madrid. Es fácil vender exceso, lo difícil es hacerlo con la concreción y el producto con la que lo hace Abraham, porque podría parecer que las cosas son como son por casualidad y sin embargo no hay nada hecho al buen tuntún en su cocina.
Aunque apoyemos al personal más joven que acaba de llegar -cosa importante- yo creo que es cosa de empezar a reconocerle su inmensa categoría; ha enseñado a comer a toda una generación de gourmets, ha enseñado a cocinar a lo mejor que brota en Madrid y treinta años después sigue en cabeza de la gastronomía madrileña -con al menos un cuerpo de ventaja sobre el siguiente- con el desgaste que ello supone. No es moco de pavo.
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